lunes, 10 de octubre de 2016

La sirena

 Mientras acariciaba aquel trozo enorme de madera empezó a imaginar cómo quedaría. La sirena sería enorme una vez encajado el torso de piedra en aquella cola que imaginaba remachada con forja.
Hacer una sirena había sido idea de su hija. Ella, en su infantil imaginario, vio enseguida a la ninfa acuática cuando su padre le enseño el torso. ¿Por qué no? se dijo él. Y ahí estaba, por fin, en el taller, con aquella pieza de más de 100 kilos.

La labor de transportarla él solo había sido epicúrea. Pero había valido la pena. Tallando se sentía realmente libre. Libre de sí mismo. El esfuerzo físico le permitía desconectar de todo. Podía dejar de pensar. Y eso le gustaba. Trabajando con las manos se sentía mejor. Más cómodo. Podía dejarse llevar. Por dura que fuese la tarea, podía permanecer horas sin parar. Aquel trozo de madera no le exigía nada. No le pondría a prueba. Sabía que sacaría de él lo que estuviese escondido allí dentro, si es que había algo. Con él sí podría ser honesto. Quería ser honesto.

 Cada vez que empezaba una obra de arte sentía que empezaba de cero. Eso era. Quería empezar de cero. Cada día de su vida. Pero no podía. Tenía una hija y era responsable de ella. Trabajo, dinero.
Quería marcharse, vivir.  Respirar. Crear. Acababa de cumplir 41 años y, por primera vez, se sentía viejo. Y le faltaba tanto por hacer.

Y estaba cansado de sentirse triste. De sentirse triste y cansado.