martes, 20 de septiembre de 2016

Añoranza

La añoranza es un terrible sentimiento. Es la tristeza causada por el vacío dejado por un sentimiento de calma, de serenidad. La añoranza, sin ser tan dolorosa como la desesperación , puede conducir a ella si no se consigue apaciguar. Y esto se consigue cuando una sabe lo que añora. Un hogar, un ser querido, una ciudad, una familia, un sentimiento, un pasado feliz.
Pero ¿qué ocurre si esa añoranza es producida por algo indetectable, si su origen es totalmente desconocido para la persona que la padece? ¿Qué pasa si nada la calma?

La mujer de rostro triste padecía de este mal. Y ya casi todo el mundo lo sabía, o lo intuía.

Cada mañana salía de su casa con la misma expresión de tristeza agotada. Su rostro era hermoso, su mirada profunda como su propia melancolía y sus pasos serenos y ligeros. Al principio de mudarse a aquel barrio, los hombres la miraban con deseo y alegría pero no tardaron demasiado en sentir una opresión en el pecho cada vez que la veían salir de casa. Dejaron de mirar sus caderas y seguir sus pasos cada mañana. Al salir ella del portal se afanaban en sus cosas y evitaban así las miradas. Saludos huidizos y sonrisas forzadas. Eso era todo lo que ella escuchaba y veía. Y sabía por qué. Pero no podía evitar arrastrar con ella aquella neblina espesa de nostalgia indefinida.

A veces se preguntaba qué podía ser aquello, de dónde venía. Tenía casa, trabajo y amigos. Una vida que para cualquiera sería buena. Pero seguía añorando algo que nunca había conocido. O eso creía ella.
Había probado con psicólogos y con psiquiatras. Con videntes, curas y meditación. Medicina china, viajes a la India y acupuntura. Pero nada había funcionado.

Hasta que un día alguien le habló de ella.

Vivía en un pequeño piso en el centro de la ciudad. Era menuda como una niña y arrugada como una nuez. Los años la habían marcado tanto que parecía de madera. Se movía despacio, como acariciando el aire que la rozaba y sus extremidades recordaban a las retorcidas ramas de una vid antigua.

Cuando se sentó delante de ella la miró fijamente. Extendió los brazos y puso sus sarmentosos dedos en la frente de ella. Cerró los ojos y respiró profundamente.

Al abrirlos le dijo que ya lo había visto. Era un pacto. Un pacto de una vida pasada. Ella había conocido el amor verdadero. Había encontrado a ese amor que muy pocos consiguen encontrar y se habían amado de una forma plena y perfecta. Una vida entera. Un amor perfecto.
Pero él había muerto. Y ella juró, al ver su mundo destrozado, no volver a amar a nadie más. Nunca.

-Te libraré de ese pacto. Le dijo.

Y una hora después salía por la puerta con una sensación extraña. No se sentía más alegre ni más ligera. Aquello le había parecido un teatro. No creía en esas cosas. Pero en el fondo de su corazón sabía que solo algo así explicaría su añoranza.

Unos días después se sentó de nuevo a trabajar. Tenía que entregar los manuscritos en pocas semanas y se sentía más concentrada.
Al rato de estar trabajando sintió deseos de escribir de nuevo un relato y se puso manos a la obra.

Pero más que un relato era un deseo.

Escribió sobre un hombre que veía en sueños desde el día en el que la vieja cábala le había librado de su pacto. El hombre era de pelo oscuro y rizado, con ojos profundos y anhelantes como los de ella. Él también estaba cansado. Añorando algo que ignoraba. Su rostro estaba marcado por el paso de los años. Había sido guapo y aún conservaba su atractivo. Su sonrisa era sincera, casi más un rictus que una sonrisa motivada por algo circundante.

Cuando acabó el relato decidió salir a la calle a dar un paseo. Anduvo durante horas por la ciudad dormida. La luz de la luna llena bañaba las fachadas y las farolas daban un toque anaranjado a las sombras.
Llegó hasta el parterre y se sentó debajo de un Ficus milenario. Era tan grande que pudo tomar asiento en una de sus raíces y se quedó con los pies colgando en el aire.

Estando así sentada y contemplando las ramas que, vetustas, se alejaban hacia el cielo, sintió de pronto un escalofrío y todo el vello de su cuerpo se erizó. No se atrevió a moverse. No giró la cabeza ni un centímetro. Pero no le hacía falta. Sabía que él estaba detrás de ella. Y él, que acababa de llegar, se había quedado paralizado, mirándola sin comprender como podía ser que aquella electricidad lo estuviera atravesando.

Repentinamente sintió miedo y dejó su cobijo del árbol y salió corriendo. Quería llegar a casa. Quería meterse en su cama y llorar. Había comprendido de golpe que llevaba una vida entera añorándolo a él y ahora que lo sabía, la añoranza había dado paso al terror de perderle. ¿Y si él no la quería?. ¿Y si él no existía? Lo más probable era que ella se lo hubiera inventado. Que todo aquello no fuese real.
El pacto, el ficus milenario y el relato del hombre que había sentido a sus espaldas en el parterre.
Todo le parecía tan irreal que se durmió entre lágrimas convenciéndose de que aquello no había pasado nunca.

Pero al día siguiente, al abrir los ojos, sintió el nudo en su estómago. Esta vez  no era añoranza. Seguía sintiendo terror.

Sin saber qué hacer, se sentó de nuevo a trabajar. Y cuando se cansó, no pudiendo desahogarse de otra manera, escribió otro relato. Esta vez no se limitaba a hablar de él. Esta vez decidió que el hombre la había visto y pensaba en ella. Escribió que la estaba buscando.

Cuando más tarde salió a la calle para dar su paseo se quedó petrificada al verlo en frente de su puerta. Estaba de pie. Y la miraba. Pero no hacía nada.

-Buenos días, dijo ella
-Buenos días, dijo él.

Y siguió caminando notando como él la mirada a sus espaldas.

¿Por qué no había hecho nada? Él la había seguido hasta allí pero luego no había hecho nada. No había intentado hablar con ella. No le había dado ninguna señal.

lunes, 12 de septiembre de 2016

El viaje




Cuando volvió a verla supo que todo aquel tiempo no había pasado en balde. Había cambiado. Su pelo había crecido, su piel estaba más bronceada por el paso del verano, los surcos de su cara se marcaban más que antes. Pero no había perdido aquel brillo en su mirada. Él sonrió sin apenas darse cuenta. Aquellos ojos verdes le hacían sonreír.
Y de pronto, las imágenes se agolparon en su mente. Imágenes de gente, de lugares, de fiestas, de lágrimas, sonidos de lamentos, de risas, de enfados. Los últimos meses se había sentido cansado, fatigado, exhausto. Sentía que iba dando tumbos sin rumbo y eso le había desgastado.

Y allí estaba ella, después de todo lo que había pasado, después de aquellos meses, sonriente todavía, con la mirada serena, mirándole como si lo viera por primera vez.

Muchas veces se había preguntado si habría hecho bien. Es lo correcto. Se decía a sí mismo. Pero al final todo había sido un espejismo. Estaba harto de equivocarse. De no ver un camino reluciente frente a él como algunos sí parecían ver. Pero al mismo tiempo, no podía evitarlo. Ser así era lo que lo mantenía vivo. Lo que hacía que se levantara cada mañana. A pesar de que, en ocasiones, deseaba ser distinto. Deseaba ordenarse, serenarse y encontrar su camino dorado para recorrerlo sin obstáculos.

Pero aquel día, cuando ella le saludó de nuevo y le hizo aquella extraña pregunta, supo que no debía cambiar. Tan solo centrarse en sus objetivos. Sí, quizá con más orden, con más concierto. Pero sin perder su esencia. Porque eso significaría renunciar a sí mismo y él sabía que así no podría vivir nunca

Y ella tampoco. Ella lo conocía. Lo conocía porque en el fondo eran muy parecidos. Diferentes  pero tremendamente parecidos. Él era una puesta de sol y ella un amanecer. Pero ambos llevaban un  aura de fuego latente que les daba ese brillo en las pupilas. Él era el fuego de la nostalgia, de la pesadumbre, de la belleza de las sombras, de la sonrisa silenciosa. Ella era el fuego de la ilusión, de lo que está por venir, del resplandor entre las hojas. Él era naranja rojizo, ella era dorado. Pero ambos eran distintas caras de la misma moneda.

Una época de transición, cerrar un ciclo. Eso le habían dicho. Aquel terapeuta le explicó que tenía la edad perfecta. Que cerrara la puerta y dejara tras de sí lo que era un lastre. Que abriera nuevas vías. Que explorara otros caminos. Y había decidido que acabaría lo que había empezado y empezaría lo que daba por acabado. Haría aquello que le apasionaba. Y se apasionaría por aquello que hacía. Ese era su camino. Esa era su esperanza.
Ella ya lo había adelantado unos pasos. La puerta de su pasado estaba cerrada. Y su mirada era serena, llena de paz, de seguridad. Había olvidado lo malo. Recordaba solo lo bueno. Los detalles. Ella siempre recordaba los detalles. Justo lo que él siempre olvidada.

Lavanda. Había recordado la lavanda. Y el pan. ¿Cómo era capaz de recordar aquellos nimios detalles apenas contados de pasada y olvidar los últimos días?

Simplemente le parecía increíble.

Y, de alguna manera, al mirarla, comprendió que ahora habían aprendido. Que ahora sabían más que antes.

Ya no eran dos locos en un torbellino. Ahora eran dos locos en una balsa.

Ella seguía sonriendo y él no podía apartar la mirada de su rostro.

Esta vez sería diferente. Ahora lo entendía. Y, sin hablarse, ella le dijo que sí, que lo harían bien. Sin prisas, con paciencia.
Pero, ¿sería eso posible? De nuevo las preguntas. Meneó la cabeza de un lado a otro como quien se quita algo que lleva en el pelo. Quería vaciar su cabeza de pensamientos negativos. ¿Qué más da? Eran las mismas personas pero, al mismo tiempo, eran personas diferentes.

Sonrieron. Ambos. Él alargó la mano y cogió la de ella. Ella se la apretó fuerte.

Este viaje iba a ser muy distinto.