lunes, 12 de septiembre de 2016

El viaje




Cuando volvió a verla supo que todo aquel tiempo no había pasado en balde. Había cambiado. Su pelo había crecido, su piel estaba más bronceada por el paso del verano, los surcos de su cara se marcaban más que antes. Pero no había perdido aquel brillo en su mirada. Él sonrió sin apenas darse cuenta. Aquellos ojos verdes le hacían sonreír.
Y de pronto, las imágenes se agolparon en su mente. Imágenes de gente, de lugares, de fiestas, de lágrimas, sonidos de lamentos, de risas, de enfados. Los últimos meses se había sentido cansado, fatigado, exhausto. Sentía que iba dando tumbos sin rumbo y eso le había desgastado.

Y allí estaba ella, después de todo lo que había pasado, después de aquellos meses, sonriente todavía, con la mirada serena, mirándole como si lo viera por primera vez.

Muchas veces se había preguntado si habría hecho bien. Es lo correcto. Se decía a sí mismo. Pero al final todo había sido un espejismo. Estaba harto de equivocarse. De no ver un camino reluciente frente a él como algunos sí parecían ver. Pero al mismo tiempo, no podía evitarlo. Ser así era lo que lo mantenía vivo. Lo que hacía que se levantara cada mañana. A pesar de que, en ocasiones, deseaba ser distinto. Deseaba ordenarse, serenarse y encontrar su camino dorado para recorrerlo sin obstáculos.

Pero aquel día, cuando ella le saludó de nuevo y le hizo aquella extraña pregunta, supo que no debía cambiar. Tan solo centrarse en sus objetivos. Sí, quizá con más orden, con más concierto. Pero sin perder su esencia. Porque eso significaría renunciar a sí mismo y él sabía que así no podría vivir nunca

Y ella tampoco. Ella lo conocía. Lo conocía porque en el fondo eran muy parecidos. Diferentes  pero tremendamente parecidos. Él era una puesta de sol y ella un amanecer. Pero ambos llevaban un  aura de fuego latente que les daba ese brillo en las pupilas. Él era el fuego de la nostalgia, de la pesadumbre, de la belleza de las sombras, de la sonrisa silenciosa. Ella era el fuego de la ilusión, de lo que está por venir, del resplandor entre las hojas. Él era naranja rojizo, ella era dorado. Pero ambos eran distintas caras de la misma moneda.

Una época de transición, cerrar un ciclo. Eso le habían dicho. Aquel terapeuta le explicó que tenía la edad perfecta. Que cerrara la puerta y dejara tras de sí lo que era un lastre. Que abriera nuevas vías. Que explorara otros caminos. Y había decidido que acabaría lo que había empezado y empezaría lo que daba por acabado. Haría aquello que le apasionaba. Y se apasionaría por aquello que hacía. Ese era su camino. Esa era su esperanza.
Ella ya lo había adelantado unos pasos. La puerta de su pasado estaba cerrada. Y su mirada era serena, llena de paz, de seguridad. Había olvidado lo malo. Recordaba solo lo bueno. Los detalles. Ella siempre recordaba los detalles. Justo lo que él siempre olvidada.

Lavanda. Había recordado la lavanda. Y el pan. ¿Cómo era capaz de recordar aquellos nimios detalles apenas contados de pasada y olvidar los últimos días?

Simplemente le parecía increíble.

Y, de alguna manera, al mirarla, comprendió que ahora habían aprendido. Que ahora sabían más que antes.

Ya no eran dos locos en un torbellino. Ahora eran dos locos en una balsa.

Ella seguía sonriendo y él no podía apartar la mirada de su rostro.

Esta vez sería diferente. Ahora lo entendía. Y, sin hablarse, ella le dijo que sí, que lo harían bien. Sin prisas, con paciencia.
Pero, ¿sería eso posible? De nuevo las preguntas. Meneó la cabeza de un lado a otro como quien se quita algo que lleva en el pelo. Quería vaciar su cabeza de pensamientos negativos. ¿Qué más da? Eran las mismas personas pero, al mismo tiempo, eran personas diferentes.

Sonrieron. Ambos. Él alargó la mano y cogió la de ella. Ella se la apretó fuerte.

Este viaje iba a ser muy distinto.

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