martes, 8 de marzo de 2016

El sueño

Rosauradora soñó con él aquella noche. Al principio no sabía quién era. No le conocía. No. No le reconocía, sería más exacto decir. Pero sí le conocía. Quizá no fisicamente pero sí en su alma, en su espíritu. Rosauradora se enamoró nada más verle. O quizá tampoco le vió literalmente. Pero se enamoró. Lo sintió en su interior en cuanto le captó entre la gente que pululaba en aquella fiesta soñada. El sentimiento fue intenso. Tanto que aún lo sentía después de haber despertado cuando se desperezaba en la cama. Lo sintió cuando llegó de nuevo la noche y al día siguiente nada más abrir los ojos al despertar. Incluso seguía vivo y cálido unos días después mientras hacía sus labores de costura y cerraba los ojos para imaginarlo de nuevo moviéndose entre los invitados de la fiesta.
A Rosauradora nunca le había pasado algo así. Enamorarse. Y mucho menos en sueños.

Por eso, desde aquel día, en el que había soñado con él cada vez que salía a la calle no dejaba de mirar en todas direcciones buscándole. Una parte de ella, la parte más sensata, la más fría, la más inteligente, sabía que era absurdo hacer eso. Sabía que los sueños eran sueños. Meras proyecciones de la mente en estado de reposo. Pero otra pequeña parte de ella, la más frágil, la más insensata, se dejaba llevar, buscando a aquel extraño que la había cautivado. Nada sabía de él. Incluso, con el pasar de los días, ni siquiera tenía claro que fuese capaz de reconocerlo aún en el caso de topárselo de frente. Pero ¿qué estaba diciendo? Eso ¡jamás iba a ocurrir!

Y los días pasaron. Y las semanas y los meses. Y Rosauradora, lejos de olvidar, empezó a ser presa de una enorme melancolía que no la dejaba ni a sol ni sombra. Sus paseos se convirtieron en una necesidad compulsiva y levantaba la cabeza por encima de la gente buscando a aquel ser imaginario. Apenas dormía por las noches y se alimentaba solo por pura necesidad y sin apenas notar el sabor de los alimentos. Su, antaña envidiada, belleza, empezó a languidecer a falta de descanso y sus rosadas mejillas comenzaron a hundirse formando sendas oquedades grisáseas. El brillo de sus ojos se apagó como el color de una foto vieja y ya apenas hablaba con su esposo ni con su hijo Braulio IV. Nada le importaba ya. Nada. Solo él. Solo ese ser soñado, imaginario. Volátil como una nube de vapor que se había alojado en su cabeza y ya no estaba dispuesto a abandonarla.

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