lunes, 10 de octubre de 2016

La sirena

 Mientras acariciaba aquel trozo enorme de madera empezó a imaginar cómo quedaría. La sirena sería enorme una vez encajado el torso de piedra en aquella cola que imaginaba remachada con forja.
Hacer una sirena había sido idea de su hija. Ella, en su infantil imaginario, vio enseguida a la ninfa acuática cuando su padre le enseño el torso. ¿Por qué no? se dijo él. Y ahí estaba, por fin, en el taller, con aquella pieza de más de 100 kilos.

La labor de transportarla él solo había sido epicúrea. Pero había valido la pena. Tallando se sentía realmente libre. Libre de sí mismo. El esfuerzo físico le permitía desconectar de todo. Podía dejar de pensar. Y eso le gustaba. Trabajando con las manos se sentía mejor. Más cómodo. Podía dejarse llevar. Por dura que fuese la tarea, podía permanecer horas sin parar. Aquel trozo de madera no le exigía nada. No le pondría a prueba. Sabía que sacaría de él lo que estuviese escondido allí dentro, si es que había algo. Con él sí podría ser honesto. Quería ser honesto.

 Cada vez que empezaba una obra de arte sentía que empezaba de cero. Eso era. Quería empezar de cero. Cada día de su vida. Pero no podía. Tenía una hija y era responsable de ella. Trabajo, dinero.
Quería marcharse, vivir.  Respirar. Crear. Acababa de cumplir 41 años y, por primera vez, se sentía viejo. Y le faltaba tanto por hacer.

Y estaba cansado de sentirse triste. De sentirse triste y cansado.

martes, 20 de septiembre de 2016

Añoranza

La añoranza es un terrible sentimiento. Es la tristeza causada por el vacío dejado por un sentimiento de calma, de serenidad. La añoranza, sin ser tan dolorosa como la desesperación , puede conducir a ella si no se consigue apaciguar. Y esto se consigue cuando una sabe lo que añora. Un hogar, un ser querido, una ciudad, una familia, un sentimiento, un pasado feliz.
Pero ¿qué ocurre si esa añoranza es producida por algo indetectable, si su origen es totalmente desconocido para la persona que la padece? ¿Qué pasa si nada la calma?

La mujer de rostro triste padecía de este mal. Y ya casi todo el mundo lo sabía, o lo intuía.

Cada mañana salía de su casa con la misma expresión de tristeza agotada. Su rostro era hermoso, su mirada profunda como su propia melancolía y sus pasos serenos y ligeros. Al principio de mudarse a aquel barrio, los hombres la miraban con deseo y alegría pero no tardaron demasiado en sentir una opresión en el pecho cada vez que la veían salir de casa. Dejaron de mirar sus caderas y seguir sus pasos cada mañana. Al salir ella del portal se afanaban en sus cosas y evitaban así las miradas. Saludos huidizos y sonrisas forzadas. Eso era todo lo que ella escuchaba y veía. Y sabía por qué. Pero no podía evitar arrastrar con ella aquella neblina espesa de nostalgia indefinida.

A veces se preguntaba qué podía ser aquello, de dónde venía. Tenía casa, trabajo y amigos. Una vida que para cualquiera sería buena. Pero seguía añorando algo que nunca había conocido. O eso creía ella.
Había probado con psicólogos y con psiquiatras. Con videntes, curas y meditación. Medicina china, viajes a la India y acupuntura. Pero nada había funcionado.

Hasta que un día alguien le habló de ella.

Vivía en un pequeño piso en el centro de la ciudad. Era menuda como una niña y arrugada como una nuez. Los años la habían marcado tanto que parecía de madera. Se movía despacio, como acariciando el aire que la rozaba y sus extremidades recordaban a las retorcidas ramas de una vid antigua.

Cuando se sentó delante de ella la miró fijamente. Extendió los brazos y puso sus sarmentosos dedos en la frente de ella. Cerró los ojos y respiró profundamente.

Al abrirlos le dijo que ya lo había visto. Era un pacto. Un pacto de una vida pasada. Ella había conocido el amor verdadero. Había encontrado a ese amor que muy pocos consiguen encontrar y se habían amado de una forma plena y perfecta. Una vida entera. Un amor perfecto.
Pero él había muerto. Y ella juró, al ver su mundo destrozado, no volver a amar a nadie más. Nunca.

-Te libraré de ese pacto. Le dijo.

Y una hora después salía por la puerta con una sensación extraña. No se sentía más alegre ni más ligera. Aquello le había parecido un teatro. No creía en esas cosas. Pero en el fondo de su corazón sabía que solo algo así explicaría su añoranza.

Unos días después se sentó de nuevo a trabajar. Tenía que entregar los manuscritos en pocas semanas y se sentía más concentrada.
Al rato de estar trabajando sintió deseos de escribir de nuevo un relato y se puso manos a la obra.

Pero más que un relato era un deseo.

Escribió sobre un hombre que veía en sueños desde el día en el que la vieja cábala le había librado de su pacto. El hombre era de pelo oscuro y rizado, con ojos profundos y anhelantes como los de ella. Él también estaba cansado. Añorando algo que ignoraba. Su rostro estaba marcado por el paso de los años. Había sido guapo y aún conservaba su atractivo. Su sonrisa era sincera, casi más un rictus que una sonrisa motivada por algo circundante.

Cuando acabó el relato decidió salir a la calle a dar un paseo. Anduvo durante horas por la ciudad dormida. La luz de la luna llena bañaba las fachadas y las farolas daban un toque anaranjado a las sombras.
Llegó hasta el parterre y se sentó debajo de un Ficus milenario. Era tan grande que pudo tomar asiento en una de sus raíces y se quedó con los pies colgando en el aire.

Estando así sentada y contemplando las ramas que, vetustas, se alejaban hacia el cielo, sintió de pronto un escalofrío y todo el vello de su cuerpo se erizó. No se atrevió a moverse. No giró la cabeza ni un centímetro. Pero no le hacía falta. Sabía que él estaba detrás de ella. Y él, que acababa de llegar, se había quedado paralizado, mirándola sin comprender como podía ser que aquella electricidad lo estuviera atravesando.

Repentinamente sintió miedo y dejó su cobijo del árbol y salió corriendo. Quería llegar a casa. Quería meterse en su cama y llorar. Había comprendido de golpe que llevaba una vida entera añorándolo a él y ahora que lo sabía, la añoranza había dado paso al terror de perderle. ¿Y si él no la quería?. ¿Y si él no existía? Lo más probable era que ella se lo hubiera inventado. Que todo aquello no fuese real.
El pacto, el ficus milenario y el relato del hombre que había sentido a sus espaldas en el parterre.
Todo le parecía tan irreal que se durmió entre lágrimas convenciéndose de que aquello no había pasado nunca.

Pero al día siguiente, al abrir los ojos, sintió el nudo en su estómago. Esta vez  no era añoranza. Seguía sintiendo terror.

Sin saber qué hacer, se sentó de nuevo a trabajar. Y cuando se cansó, no pudiendo desahogarse de otra manera, escribió otro relato. Esta vez no se limitaba a hablar de él. Esta vez decidió que el hombre la había visto y pensaba en ella. Escribió que la estaba buscando.

Cuando más tarde salió a la calle para dar su paseo se quedó petrificada al verlo en frente de su puerta. Estaba de pie. Y la miraba. Pero no hacía nada.

-Buenos días, dijo ella
-Buenos días, dijo él.

Y siguió caminando notando como él la mirada a sus espaldas.

¿Por qué no había hecho nada? Él la había seguido hasta allí pero luego no había hecho nada. No había intentado hablar con ella. No le había dado ninguna señal.

lunes, 12 de septiembre de 2016

El viaje




Cuando volvió a verla supo que todo aquel tiempo no había pasado en balde. Había cambiado. Su pelo había crecido, su piel estaba más bronceada por el paso del verano, los surcos de su cara se marcaban más que antes. Pero no había perdido aquel brillo en su mirada. Él sonrió sin apenas darse cuenta. Aquellos ojos verdes le hacían sonreír.
Y de pronto, las imágenes se agolparon en su mente. Imágenes de gente, de lugares, de fiestas, de lágrimas, sonidos de lamentos, de risas, de enfados. Los últimos meses se había sentido cansado, fatigado, exhausto. Sentía que iba dando tumbos sin rumbo y eso le había desgastado.

Y allí estaba ella, después de todo lo que había pasado, después de aquellos meses, sonriente todavía, con la mirada serena, mirándole como si lo viera por primera vez.

Muchas veces se había preguntado si habría hecho bien. Es lo correcto. Se decía a sí mismo. Pero al final todo había sido un espejismo. Estaba harto de equivocarse. De no ver un camino reluciente frente a él como algunos sí parecían ver. Pero al mismo tiempo, no podía evitarlo. Ser así era lo que lo mantenía vivo. Lo que hacía que se levantara cada mañana. A pesar de que, en ocasiones, deseaba ser distinto. Deseaba ordenarse, serenarse y encontrar su camino dorado para recorrerlo sin obstáculos.

Pero aquel día, cuando ella le saludó de nuevo y le hizo aquella extraña pregunta, supo que no debía cambiar. Tan solo centrarse en sus objetivos. Sí, quizá con más orden, con más concierto. Pero sin perder su esencia. Porque eso significaría renunciar a sí mismo y él sabía que así no podría vivir nunca

Y ella tampoco. Ella lo conocía. Lo conocía porque en el fondo eran muy parecidos. Diferentes  pero tremendamente parecidos. Él era una puesta de sol y ella un amanecer. Pero ambos llevaban un  aura de fuego latente que les daba ese brillo en las pupilas. Él era el fuego de la nostalgia, de la pesadumbre, de la belleza de las sombras, de la sonrisa silenciosa. Ella era el fuego de la ilusión, de lo que está por venir, del resplandor entre las hojas. Él era naranja rojizo, ella era dorado. Pero ambos eran distintas caras de la misma moneda.

Una época de transición, cerrar un ciclo. Eso le habían dicho. Aquel terapeuta le explicó que tenía la edad perfecta. Que cerrara la puerta y dejara tras de sí lo que era un lastre. Que abriera nuevas vías. Que explorara otros caminos. Y había decidido que acabaría lo que había empezado y empezaría lo que daba por acabado. Haría aquello que le apasionaba. Y se apasionaría por aquello que hacía. Ese era su camino. Esa era su esperanza.
Ella ya lo había adelantado unos pasos. La puerta de su pasado estaba cerrada. Y su mirada era serena, llena de paz, de seguridad. Había olvidado lo malo. Recordaba solo lo bueno. Los detalles. Ella siempre recordaba los detalles. Justo lo que él siempre olvidada.

Lavanda. Había recordado la lavanda. Y el pan. ¿Cómo era capaz de recordar aquellos nimios detalles apenas contados de pasada y olvidar los últimos días?

Simplemente le parecía increíble.

Y, de alguna manera, al mirarla, comprendió que ahora habían aprendido. Que ahora sabían más que antes.

Ya no eran dos locos en un torbellino. Ahora eran dos locos en una balsa.

Ella seguía sonriendo y él no podía apartar la mirada de su rostro.

Esta vez sería diferente. Ahora lo entendía. Y, sin hablarse, ella le dijo que sí, que lo harían bien. Sin prisas, con paciencia.
Pero, ¿sería eso posible? De nuevo las preguntas. Meneó la cabeza de un lado a otro como quien se quita algo que lleva en el pelo. Quería vaciar su cabeza de pensamientos negativos. ¿Qué más da? Eran las mismas personas pero, al mismo tiempo, eran personas diferentes.

Sonrieron. Ambos. Él alargó la mano y cogió la de ella. Ella se la apretó fuerte.

Este viaje iba a ser muy distinto.

martes, 8 de marzo de 2016

El sueño

Rosauradora soñó con él aquella noche. Al principio no sabía quién era. No le conocía. No. No le reconocía, sería más exacto decir. Pero sí le conocía. Quizá no fisicamente pero sí en su alma, en su espíritu. Rosauradora se enamoró nada más verle. O quizá tampoco le vió literalmente. Pero se enamoró. Lo sintió en su interior en cuanto le captó entre la gente que pululaba en aquella fiesta soñada. El sentimiento fue intenso. Tanto que aún lo sentía después de haber despertado cuando se desperezaba en la cama. Lo sintió cuando llegó de nuevo la noche y al día siguiente nada más abrir los ojos al despertar. Incluso seguía vivo y cálido unos días después mientras hacía sus labores de costura y cerraba los ojos para imaginarlo de nuevo moviéndose entre los invitados de la fiesta.
A Rosauradora nunca le había pasado algo así. Enamorarse. Y mucho menos en sueños.

Por eso, desde aquel día, en el que había soñado con él cada vez que salía a la calle no dejaba de mirar en todas direcciones buscándole. Una parte de ella, la parte más sensata, la más fría, la más inteligente, sabía que era absurdo hacer eso. Sabía que los sueños eran sueños. Meras proyecciones de la mente en estado de reposo. Pero otra pequeña parte de ella, la más frágil, la más insensata, se dejaba llevar, buscando a aquel extraño que la había cautivado. Nada sabía de él. Incluso, con el pasar de los días, ni siquiera tenía claro que fuese capaz de reconocerlo aún en el caso de topárselo de frente. Pero ¿qué estaba diciendo? Eso ¡jamás iba a ocurrir!

Y los días pasaron. Y las semanas y los meses. Y Rosauradora, lejos de olvidar, empezó a ser presa de una enorme melancolía que no la dejaba ni a sol ni sombra. Sus paseos se convirtieron en una necesidad compulsiva y levantaba la cabeza por encima de la gente buscando a aquel ser imaginario. Apenas dormía por las noches y se alimentaba solo por pura necesidad y sin apenas notar el sabor de los alimentos. Su, antaña envidiada, belleza, empezó a languidecer a falta de descanso y sus rosadas mejillas comenzaron a hundirse formando sendas oquedades grisáseas. El brillo de sus ojos se apagó como el color de una foto vieja y ya apenas hablaba con su esposo ni con su hijo Braulio IV. Nada le importaba ya. Nada. Solo él. Solo ese ser soñado, imaginario. Volátil como una nube de vapor que se había alojado en su cabeza y ya no estaba dispuesto a abandonarla.

lunes, 7 de marzo de 2016

Señorita Marrón y Don Agenda

La señorita Marrón no lo puede evitar. Se mueve como un tornado. Siempre de aquí para allá, casi sin respirar, para no perder tiempo. Quien la viera podría pensar que tiene prisa, que no llega, pero lo cierto es que ella sabe que llegar, siempre llega. No lo hace por las prisas. Ella lo sabe. A ella le gusta su caos. Su manera de vivir en escalera. Le divierte. Y la señorita Marrón no soporta la vida si no se divierte. Pero que nadie se equivoque. Ella también sabe parar. A veces, cuando todo el caos deja de girar alrededor de su cabeza, como una galaxia sideral acelerada, los planetas se quedan suspendidos en silencio sobre ella y es entonces cuando la señorita Marrón se mete en su cueva, se pone cómoda, coge un libro y se cubre con una manta. Entonces es como si ya no existiera. El mundo se para y ella con él. Incluso el latido de su corazón es más lento, casi imperceptible. Y si alguien la mirara a través de su manta la vería sonreír mientras devora las páginas de su libro.

Don Agenda es todo lo contrario. Es tranquilo, frío como un bloque de hielo. No le gusta el caos. Viaja por su vida como él quiere. Con su orden, su concierto. Don Agenda tiene sus reglas. Y no quiere adaptarlas a nadie de fuera. Es así como hay que vivir la vida, se dice cuando se sienta a trabajar. Porque don Agenda trabaja mucho. O mejor dicho, se mantiene ocupado. No le gusta perder el tiempo. Y cuando siente que ha estado lo bastante ocupado y tiene un rato libre, se pone cómodo y se sienta en su sofá para decidir qué hará a continuación. Llamar a un amigo, ir a ver un partido, leer un rato o mirar cosas interesantes que puedan enriquecerlo un poco. Porque don Agenda no puede permitirse quedarse atrás. Él tiene que ponerse serio con el mundo y quiere que el mundo se ponga serio con él. Don Agenda hace deporte. Su cuerpo es como un bloque de cemento, compacto, casi impermeable. Su atractivo es innegable. Y lo sabe. Lo sabe porque se ve reflejado en los ojos de las mujeres que lo miran y sonríen. Lo sabe porque puede cambiar de amante a su antojo. Sabe que provoca deseo. Pero también sabe que eso es como flotar en el mar. Y él sabe que muy poca gente llega a bucear en su interior.
No quiere ser como una casa en ruinas. Una bonita fachada, un interior con paredes desconchadas. 
Y alguien podría pensar que don Agenda no sabe divertirse. Pues no es verdad. Lo hace. A veces. No todo el tiempo. Pero cuando ha terminado todo lo que tiene que hacer y está descansado, sale a divertirse.


Esta es la historia de cuando señorita Marrón y don Agenda se encontraron.



Era una tarde de invierno. Don Agenda había salido a divertirse. Sentado como estaba no entraba en sus planes que nadie perturbara su programa.
Pero entonces entró ella. Rápido. Sin preguntar. Sin llamar a la puerta. Llegó y se sentó. Se miró las manos y se quedó allí parloteando mientras don Agenda trataba de ser amable.

Y algo pasó en ese momento. Algo extraño que hizo que señorita Marrón, que nunca toca a nadie, porque no se siente a gusto tocando a las personas, sobre todo a las que no conoce, le tocó. Le tocó el cuello. No se acuerda ya de por qué lo hizo. Solo recuerda  que cuando le tocó sintió la electricidad.

Y de repente la Señorita Marrón sintió curiosidad por mirar entre las páginas de don Agenda.

...

Al principio, Don Agenda se sintió intrigado. La señorita Marrón era como un soplo de aire fresco en su reposada vida. Para él, que era recio como un árbol y tranquilo como un puente, el caos que arrastraba aquella chica le parecía divertido. Cuando ella le tocó aquella tarde no sintió la electricidad pero sí la frescura de su tacto. Y quiso más.

Por eso, cada tarde, pensaba en ella, deseando verla de nuevo y decidió dejarse llevar por las turbulencias que el paso de la señorita Marrón había dejado a su alrededor. Así que don Agenda le pidió su teléfono y cada tarde pasaban un rato hablando.
 Hablaron y hablaron. De todo y de nada. Le preguntaba qué tal su día y qué tal su noche. Le contaba cosas de su trabajo y anécdotas de su vida. Y aunque para don Agenda esto era dejarse llevar, cada dato que compartía con ella, era escueto y poco personal. Pero era divertido. Don Agenda se estaba divirtiendo como nunca mientras descubría más y más cosas de aquella extraña señorita Marrón.
Pero pasaban los días y don Agenda sentía que quería verla de nuevo con más intensidad. Sentía una gran curiosidad. Y la señorita Marrón era, además, muy atractiva.
Y así pasaron los días. Don Agenda preguntaba y señorita Marrón, divertida, respondía.

...

Hasta que llegó el día de la fiesta.

...

Para la señorita Marrón aquello empezó siendo algo entretenido. Don Agenda había despertado su atención. Se decía a sí misma que aquello era solo un juego. Pero en su interior había algo que la inquietaba. Era la electricidad. La señorita Marrón sabía que cuando sentía ese tipo de electricidad era el principio de grandes turbulencias. Más de las que ya tenía habitualmente en su vida. Y es que todo era complicado en su vida. Pero complicado para ella no era sinónimo de malo. Mucha gente piensa en algo complicado y ni se levanta del sofá. La señorita Marrón vivía rodeada de complicaciones. Y se sentía a gusto con ellas. Pese a ser consciente de que no todo el mundo es capaz de vivir cerca de las complicaciones.
Y cuando una es como la señorita Marrón, no puede pretender, y lo sabe, que nadie comparta su gusto y su amor por el caos.
Ella escribía. Se pasaba el tiempo escribiendo, contando cosas. Y no solo con las teclas de su ordenador. Escribía con su imaginación, con su cámara y también con su voz. Su día a día consistía en hablar, expresarse, comunicar. Por eso para ella aquello era un pasatiempo fácil, como flotar en un arroyo de curso suave.
En cualquier caso ella siguió el juego de don Agenda. Llamémoslo curiosidad. Cada día esperaba sus mensajes. Incluso apostaba contra sí misma la hora del mensaje, o de la llamada o incluso el día que "no tocaba" recibir mensajes, porque don Agenda, como todo el mundo, se hacía el duro.
Poco a poco la señorita Marrón se fue habituando a don Agenda. Su presencia, aunque solo fuera de aquella manera, le parecía tan agradable que, poco a poco, la tibieza de un pequeño escalofrío cada vez que se daba cuenta de que había recibido un mensaje se convirtió en un cálido remolino en el estómago, dando paso, finalmente, a una sacudida eléctrica que dejaba a su paso un cálido hormigueo que le duraba toda la noche.

Hasta que llegó el día de la fiesta

...


No se puede negar que ambos llegaron a aquella fiesta con determinadas expectativas. Don Agenda quería acercarse más a ella. Estar con ella. Quería besarle. Y la señorita Marrón sabía que él intentaría hacer algo así. Y lo estaba deseando.
Aquel lugar estaba lleno de gente que, alegre y bulliciosa, mitad por el entusiasmo, mitad por el alcohol, se removía, carcajeaba y divertía. A ella le parecía ver ojos brillantes por todas partes, a él, sonrisas y narices coloradas.
El Rock sonaba en unos inmensos altavoces que vibraban con los sonidos del bajo y todos parecían dejarse llevar por las notas chispeantes. Todos menos él, que vigilaba sus movimientos.
Ella se dejaba llevar por la música. Sonreía feliz con los ojos cerrados y se dejaba balancear por esos sonidos tan familiares.
Bailaron, bebieron y charlaron durante toda la noche. Entre ellos y con el resto de los asistentes. Ella correteaba de un lado a otro organizando, saludando, sonriendo. Distraída entre comentarios y cumplidos a veces le miraba de reojo. Él hacía lo propio. Se acercaban, se alejaban. Se reían, se rozaban.
Pasaron las horas. El deseo iba en aumento. Y era agradable. Ambos jugaban al mismo juego. Cambiaban de compañías, de locales. Pero ya no pudieron más. Se acercaron. Se acercaron tanto que se olían. El deseo les tenía atrapados. Y, sin mirar dónde estaban, se besaron. Y el mundo se paró, dejó de girar. La música se silenció, la gente a su alrededor se congeló como en un cuadro costumbrista. Los hielos dejaron de hacer ruido en las copas, el grifo de cerveza dejó de gotear, las luces dejaron de girar.
Solo se besaban y besaban. Parecía que podían devorarse el uno al otro. Y es exactamente lo que querían.
Él la tomó de la mano y la montó en un coche. Ella subió con una sonrisa en los labios. Hasta que llegaron a casa de don Agenda.
Sus cuerpos agitados temblaban al cerrar la puerta del apartamento. Sudaban. Se apretaban tan fuerte que ella creyó romperse de placer varias veces. Y se dejaron llevar por las ondas expansivas de aquel deseo tan estudiadamente contenido.
Y fue tal y como ambos habían imaginado. Tan divertido, tan mundano y tan profundo como cada uno de ellos había imaginado.

...

Los días siguientes la señorita Marrón siguió sumida en su caos que ahora parecía girar más y más rápido alrededor de su cabeza. Sus ideas, sus pensamientos, sus sueños, se arremolinaban, apelotonaban y  formaban tapones que, de vez en cuando, salían despedidos en estallidos como dos estrellas que colisionan.
Acostumbrada como estaba a su explosiva cotidianidad esto fue mucho, incluso para ella.  Y la señorita Marrón, en un acto de sensatez, poco propio en ella, decidió que trataría de alejarse de don Agenda. Sin saber por qué, una pequeña alarma resonó en su cabeza. Y aunque fue consciente de ella, la dejó aparcada a un lado.
Durante unos días se mantuvo al margen y no quiso pensar en aquel día y en aquel hombre que había irrumpido en su vida con un latigazo eléctrico. Y casi consigue olvidarse de él.
Pero don Agenda siguió apareciendo como un río subterráneo. "Tengo ganas de verte" le decía. “De verdad”.
Los días de sol don Agenda se ponía de buen humor y, desde su trabajo, bien temprano le enviaba un mensaje "¡Buenos días, con un radiante sol!" y a ella le alegraba el día. Y la noche, y las tardes. Y él le decía que quería conocerla.
Y señorita Marrón le creyó. Y también le creyó cuando le decía que era bonita, que era guapa. La señorita Marrón, que se había pasado media vida sin mirarse a los espejos. Que había escuchado a su padre llamarla “gordita”. Ella, con sus complejos y manías, le creyó.
Y ahí, en ese exacto momento, la señorita Marrón sucumbió aún más al caos. Don Agenda entró en su sistema de planetas para girar como uno más, colisionando contra otros satélites que se arremolinaban en complejos giros en aquella estructura planetaria de su indescifrable cosmos.

...

Para don Agenda la fiesta había sido todo lo divertida que una fiesta debía ser. Había bebida, música y mujeres. En realidad aquella noche solo hubo una mujer.
Tenía que admitir que la señorita Marrón era atractiva, divertida...y la deseaba. Y todo paso como él imaginaba que iba a pasar. No le gustaban las cosas fáciles. Y ella no era fácil. Era divertida, era extrovertida. Y algunos podrían pensar que fácil. Pero él sabía que no. Que en cualquier momento ella podía alejarse como un pececillo en un estanque. Por eso le gustaba aquel juego. Por eso le intrigaba aquella mujer.
Don Agenda se despertó aquella mañana sonriente. Estaba contento. Y quería saber cómo estaba ella. Así que preguntó, llamó y envió mensajes. Apenas pudieron ponerse de acuerdo para verse así que él le dijo en dos ocasiones "tengo ganas de verte". Lo hizo porque lo sentía así. Sin más profundidad que aquella frase. En ese momento quería verla. Y se lo hizo saber sin ser consciente de lo que aquello iba a suponer en el enrevesado mundo de la señorita Marrón.

...

Los días pasaron y después de haberse visto un par de veces la señorita Marrón que iba, como siempre, 37 galaxias de adelanto sobre el común de los mortales, ya no podía controlar aquella vorágine de sensaciones. Él iba y venía. Y ella se confundía. No sabía si él estaba o no estaba, no entendía el lenguaje de aquel hombre cerrado como un ladrillo de arcilla cocida. Ella, que parloteaba como un ave en primavera. Ella, que nunca dejaba nada por decir o decía más de lo que debía.

Así que se lo dijo. Le dijo que estaba bien. Que estaba bien con él. Que sentía mariposas.

Pero don Agenda se quedó callado.

Y señorita Marrón comprendió que él no las sentía. 

Así que, señorita Marrón decidió seguir su camino. Si don Agenda no sentía mariposas a ella no le valía la pena tratar de reordenar su caos para que él girara entre sus planetas. Y él no opuso resistencia.

Ella salió del apartamento y anduvo entre los edificios notando el frío en la cara y se sintió bien. Supo que había hecho lo correcto. Y sonrió. Pensó que lo había hecho para sus adentros, pero un señor mayor que paseaba un perro le devolvió una amplia sonrisa que hizo que ella se percatara de que sus labios dibujaban una bonita curva involuntaria.

...

Pocos días después don Agenda volvió a aparecer.

...

Y la señorita Marrón no pudo evitar alegrarse. Porque lo había echado de menos. Y él hablaba y hablaba. Y de nuevo se sintió cómplice de aquel hombre cerrado como una ostra. Y ella pensó que quizá él se dejaba llevar porque al fin y al cabo quizá sí había mariposas aunque no lo quisiera admitir.
La señorita Marrón, sin embargo, no se dejó llevar por su imaginación irreductible. Al contrario. Sabía poco de don Agenda. Pero lo poco que sabía le daba pistas. Y esas pistas le llevaban hasta respuestas difusas. Así que lo tomó con calma. Con paciencia. Con una sonrisa, como hacía siempre. Aunque la señorita Marrón era positiva por naturaleza. Demasiado decían algunos. Y se fue a dormir con una sonrisa en los labios.

Y pasaron los días y después de tanto hablar la señorita Marrón tuvo ganas de verle, de tocarle, de mirarle a los ojos. "Déjate llevar", le dijo una amiga. Y lo hizo. No veía nada malo en buscar de nuevo el calor de sus besos, el contacto de su cuerpo, la pasión de sus embistes. Y pasó como un tornado. Y se dejó llevar. Pero aquella noche no se pareció en nada a la noche de la fiesta.

...

Don Agenda se cerró. Y está vez la puerta parecía bloqueada. Desapareció.

...

Don Agenda controlaba su vida. Era independiente. Era lo que siempre había querido. Y ella no era fácil de controlar. No solo no era fácil. No era posible. Caótica, impulsiva, explosiva...era más de lo que él podía soportar en una mujer. Una mujer así entra en tu vida y se deja la puerta abierta, se decía. Una mujer así no respeta mis tiempos, mis espacios, sostenía para sí mismo. Demasiado desequilibrio. Desorden. Aunque en el fondo sabía que no era cierto.
En realidad no había llegado a conocerla. Y se decía a sí mismo que era mejor no hacerlo. A veces no sabía si le gustaba o no. Ni cuánto. Cuando ella le dijo lo que sentía, lo que veía en él, don Agenda no pudo evitar construir un tabique en su corazón. Su coraza. Él no era hombre de ataduras. Ya se ató una vez y dolió tanto que no quiso repetir. Y también vio el dolor en los ojos de otras mujeres. Y no quiso ver aquello nunca más. No era hombre de riesgos. Los riesgos pueden traer desenlaces trágicos. Y a don Agenda no le gustaba la tragedia. Solo quería pasarlo bien. No quería gestas, no quería enfrentamientos. Después de aquella noche en la que ella había ido a su casa y se habían dejado llevar, empezó a sentir que algo se le escapaba de las manos. Así que desapareció el día que la vio llegar.


...

Hacía frío aquella tarde. Ya había anochecido aunque no era ni la hora de cenar. Entonces la vio entrar por la puerta del club en el que él entrenaba. Iba con ropa de deporte. Acompañada de una amiga. Ella sonrió, se acercó a saludar. Él no supo qué hacer. Llevaba dos días dando vueltas con llave a la cerradura de su alma. Y cuando la vio entrar se le encogió el estómago. Apenas pudo mirarla. Habló con la otra chica.

Estaba incómodo. Y saberse incómodo le hizo sentirse aún más incómodo.
Y ese momento decidió escapar.

...

La señorita Marrón se imaginaba a Don Agenda corriendo tan rápido que ni un guepardo podría alcanzarle. Lo imaginaba corriendo, escondido y volviendo a correr.

Y ella se preguntaba medio triste, medio alegre, por la risa que le producía imaginar a don Agenda corriendo tan deprisa, qué habría pasado para que un hombre tan organizado y ya tan crecido, se hubiese volatilizado y estuviese ya en las Antípodas en una carrera imparable. Ni una palabra, ni un adiós, ni un hasta luego. Solo silencio.

Pasaron los días y nada.

...

Al principio ella comprobaba de vez en cuando sus mensajes para ver si había dado señales de vida aquel misterioso corredor. Pero si al principio lo hacía dos veces al día, poco a poco se iba espaciando su ansia hasta que comprendió que don Agenda ya no iba a aparecer nunca más.

Y pasó de estar triste a preguntarse por qué. Ella se consideraba, dentro de su caos y su excentricidad, una buena amiga, y nadie había rechazado su amistad. Ella no estaba loca, no era dañina. Solo vivía su vida intensamente. Solo quería aprovechar cada instante para nunca arrepentirse de lo no hecho.
Así que aquello la dejó sin palabras. A ella, ¡que padecía incontinencia verbal!

...

Y la señorita Marrón empezó a notar que lo que sentía por don Agenda se iba diluyendo a medida que pasaban los días. Poco a poco sentía menos, poco a poco pensaba menos. Su rostro se iba desdibujando de su memoria. Su olor, su tacto, se iban desvaneciendo como los jirones de una nube en un día claro. Ya no pensaba en él. Ya no le esperaba. Ya no le importaban los por qués.
Hasta que unos pocos días después volvió a aparecer.
La señorita Marrón había salido de viaje. Lo estaba pasando bien. Su vida tomaba un orden dentro de su caos. Seguía siendo veloz, todo muy veloz, pero ella sentía que estaba bajo control. Se reía. Disfrutaba. Volaba otra vez.
Pero cuando miró a la pantalla lo vio. Era él otra vez.

Como si nada hubiera pasado. Un qué tal. Un hola que para ella suponía volver a revivir aquello que tan pacientemente había descosido de su corazón. Ella contestó. Con educación. Con una sonrisa. No tenía nada que reprocharle. Nada.


Ni él mismo supo por qué lo había hecho. Por qué había vuelto a escribir. Solo quería saludarla. Saber de ella. Parecía una mujer tan vital, tan emocionada con cada cosa que hacía, que era difícil no sentir curiosidad. Sabía que ella sentía algo por él y aunque él no sabía si sentía algo hacia ella, le resultaba complicado deshacerse del placer de saberse estimado por alguien así. No quería perder aquel lazo. Todavía no.


Y, de nuevo, los días pasaron. Y de nuevo el silencio.

Unos pocos mensajes. Luego una llamada. Ella había tenido un percance con su moto. Él solo quería saber cómo estaba. Era una preocupación natural, se dijo él. Solo quiere saber cómo estoy, se repitió ella. Solo oír su voz y ver qué tal, recitaba él para sus adentros. Solo me han llamado tres personas preocupadas por mí y una de ellas es él, se esperanzó ella. Luego don Agenda preguntando qué tal su situación sentimental. ¿Luego ella haciéndose ilusiones otra vez?

No, no podía ser. No podía volver a caer. No podía volver a sentir ese nudo en el estómago. Él solo estaba queriendo estar presente. Y nada más. No leía nada entre líneas. No insinuaba nada.

...

No sentía nada. Eso pensaba ella.

...

La señorita Marrón ya conocía a ese tipo de hombres. Ya los había amado. Y los había sufrido. Y mucho. Amar así es intenso, bonito, pero infame. Destructivo.

Él no iba a dar ningún paso hacia ella. Y ella solo quería que él se alejara de verdad o se acercara más.

Así que la señorita Marrón supo que la pelota estaba en su tejado y que le tocaba a ella dar ese paso. Decirle a don Agenda, con todo el dolor de su caótico, vivo y eléctrico corazón, que debía desaparecer y no asomarse más.
Y mientras ella pensaba en cómo hacerlo, una lágrima resbalaba por su mejilla, caía desde su barbilla hasta su escote y le acariciaba un pecho mientras seguía bajando para acabar escondida entre los pliegues de su ropa, escuchando el pulso de su triste corazón.
Pero aún así, su incansable esperanza le dijo, como un susurro, que no se apresurara. Que no diera ese paso todavía.

Y decidió ser paciente y esperar. Las cosas nunca deben hacerse durante el fragor de un sentimiento. Las emociones no son buenas consejeras. Así que se guardó su tristeza en una caja, en su caja de la playa en la que quemaba en sueños sus miserias y se imaginó a sí misma arrancando a aquel hombre de su corazón, como se arranca un trozo de velcro de un abrigo de lana. Guardó todo aquello para sí, respiró hondo, sonrió, se puso un vestido de playa y pensó que lo mejor sería disfrutar de aquel día, de todos los días, de todas las cosas preciosas que pasaban a su alrededor y que hablaría con él cuando se sintiera fuerte. Y sería pronto. Ella era fuerte. Mucho.

...

Los días pasaron. Ella se sentía mejor. Y se vieron. Solo hablaban de ciertos temas mundanos. Estaba tranquila. Serían quince minutos.

Y al terminar de hablar, de lo mundano, de lo trivial, siguieron con otros temas. También triviales, también difusos. Ella se marchaba. Se puso la chaqueta. La señorita Marrón se acercó a la puerta. Él hizo lo propio. Se despidieron. Y entonces ella notó su olor. Fallo.
La señorita Marrón olía a don Agenda como una leona huele a un león en la sabana. No era un olor a perfume. Ni a jabón. No era un olor bueno ni un olor malo. Era su olor. Era "ese" olor. Y notó su propio cuerpo. Un cuerpo que empezaba a calentarse, a sudar, a reaccionar. Su sangre circulaba más deprisa. Sus pezones se endurecían. Todo por ese olor. Y él se acercó. Y se besaron. Se devoraron.
La señorita Marrón notaba como ardía. Todo en ella ardía. Y deseaba morder, arañar y trepar sobre aquel hombre. Deseaba una pelea cuerpo a cuerpo, deseaba cabalgar sobre él hasta no poder más. Pero no pudo seguir. Su mente se despejó y algo en ella dijo "no". Y se marchó.
Se marchó consumida por el deseo. Al llegar a casa notaba su olor sobre su piel. Su sabor en los labios.
Y sus planetas giraron tan deprisa que ni ella podía distinguirlos.

...

Y una vez más el silencio.


...

La señorita Marrón reflexionó. Pensó en aquello. Pensó en sí misma.


Y su cabeza le decía "sí". Y su corazón le decía "espera".

Y después de pensar y pensar. Después de mirar a los árboles como ella solía hacer en momentos así. Decidió que sería paciente. Que esperaría. Que estaría ahí para él. Que valía la pena intentar conocerle, sin saber hasta dónde iba a llegar, sin promesas, sin reproches. Que don Agenda quizá no era uno más. Que don Agenda era difícil, complicado. Y, al fin y al cabo, lo difícil y lo complicado le gustaba.
Y así lo decidió.

Pero días después se vieron de nuevo. Era un bar, un bar lleno de gente bulliciosa y divertida, de música y copas de vino, de sillas, sillones y mesas, de paredes desconchadas y libros apilados en librerías. Un bar enfrente del mar. Un lugar con un peculiar olor a salitre mezclado con vino pasado.
Aquel lugar era divertido, agradable.
No estaba planeado. Charlaron. De nuevo de cosas triviales. Pero no charlaban entre ellos, no. Charlaban con las personas que tenían cerca. Ella sintió que él no la buscaba con la mirada. Pero ella pensó que era normal.
Y él, de pronto, otra vez, esquivo. Sin mediar palabra, se levantó de la mesa en la que la señorita Marrón charlaba con un amigo y se marchó de su lado. Ni un "hasta luego", ni un "ahora vuelvo". Y sin pausa, se deslizaba entre la gente, hablando con amigos, evitándola durante horas.
Como aquel día en el que ella fue a verle al campo.
La señorita Marrón se quedó en la mesa mirando su copa. Su amigo se percató. Miró a don Agenda. Miró a la señorita Marrón. Y ella se sintió mal al verse reflejada en su mirada. Se dio cuenta de que aquello no estaba bien.
Y eso fue más de lo que la señorita Marrón pudo soportar.

...

Comprendió que era ella misma la que no podía permitirse un juego tan pernicioso. Salió un momento para hablar con el mar. Se sentó en la orilla. Lo miró. Le habló. Y, aunque él no respondió, ella ya sabía lo que tenía que hacer.

...

Volvió a aquel lugar y le buscó entre la gente. Quería hablar con él. Sería la última vez. Quería que él supiera que se había dado cuenta. Y hablaron. Ella le preguntó directamente. Él no esperaba la pregunta. Él esperaba un reproche. Como siempre. Estaba acostumbrado a los reproches de sus amantes y no era nada nuevo. De hecho los reproches eran el billete perfecto para mandar lejos a aquellas mujeres. Se cogía a los reproches como a un salvavidas. Le hacían sentir que tenía razón al alejarse de ellas. Los reproches eran la causa perfecta para salir corriendo. Para no enfrentarse a sí mismo. Pero ella no le reprochó nada. Al contrario. Solo preguntó. Y él no supo qué decir, así que inventó una excusa. Ella sonrió. Y él supo que aquella mujer no era tonta. Y eso le dio más ganas aún de salir corriendo. No podía entenderla. Ella era capaz de sentir tanto y él no sabía cómo hacerlo. Y ella lo comprendió. Iban a destiempo. Ella era la gaviota en el océano y él el pescador silencioso, observador. Ella era fuego y él era hielo. Él había cerrado su corazón y el de ella era un libro abierto. Pero siguieron hablando.
De nuevo de cosas triviales.

Y ella, por fin, fue capaz de sonreír. De verse a sí misma como lo que de verdad era. Ella era ella misma. Con sus idas y venidas, con sus virtudes y defectos. Con esa vida llena de caos, de diversión, de risas, de música y de cine. De motos, de viento, de mar y de viajes. Y mientras miraba a la gente dejándose llevar al compás de la música y el vino, le acudió a la cabeza la gran cantidad de gente que había conocido durante su vida, sus interminables viajes. La gran cantidad de gente que la quería. Y al verse reflejada en ellos, se quiso aún más a sí misma.

Y entendió que nadie que no la quisiera así tendría que ocupar un lugar tan importante en su corazón. Él ocupaba un gran asiento. Y eso no estaba mal, excepto por un pequeño detalle. Que él no lo quería.

Salió de aquel lugar y se subió en la moto. Condujo rápido entre los edificios de una ciudad semiabandonada a causa de las vacaciones. El viento silbaba en sus oídos y sentía que la iba despejando. El viento se estaba llevando sus miedos, sus reproches hacia sí misma.

Y la señorita Marrón, ya fuera de aquel lugar, miró al cielo. A todas sus galaxias, a todos sus planetas y les pidió silencio mientras redactaba una carta. Sabía que tenía que hacerlo.

Si él no quería un hueco en su vida, fuera del tipo que fuera, ella tenía que alejarse  para siempre. Para que ese hueco lo ocupara alguien que de verdad lo quisiera llenar.

Ella solo quería una cosa y lo tenía bien claro. Pese a su caos, su complicada idiosincrasia ella...quería estar en él, quería entrar en él. Y quería que él entrara en ella. ¿De qué forma? Eso no importaba. Ella no era mujer de promesas eternas. La vida le había enseñado que lo eterno puede ser tan efímero como el vuelo de un gorrión y lo efímero puede ser tan eterno como nuestra propia existencia. "Que seja eterno enquanto dure" decía el poeta Vinicius de Moraes. Y así veía ella la vida. Quería su vida, le gustaba, la vivía intensamente y quería compartir algunos reductos de la misma, pero no pretendía invadir la de nadie, ni dejar que nadie invadiera la suya. Así no se construye nada real, nada interesante. Por eso había husmeado entre las páginas de don Agenda. Porque ella sabía que lo que quería era un hombre así. Independiente, con su propio mundo, un mundo que no necesitaba del relleno de otro para ser un mundo propio. No quería que ambos se mirasen el uno al otro obviando al resto. Quería que ambos mirasen los mismos horizontes, sabiéndose cerca, pero sin necesidad de mirarse todo el tiempo.

Pero aquel hombre que acababa de ver no era el don Agenda que ella había creído. Aquel hombre se había comportado como un ser pequeño y huidizo. Aquel hombre no había visto a la verdadera señorita Marrón.  Ella no podía explicarle todo eso a don Agenda, porque don Agenda no quería escucharlo. Así que le pidió en aquella carta que se alejara. Que desapareciera. Que ella haría lo propio. Y que estuviera tranquilo. Nunca habría odio. Nunca habría reproches. Un día serían amigos. Quizá. O quizá no. Porque ser amigo de don Agenda no era tarea fácil. Pero ella era la señorita Marrón. Ella era natural. Ella solo quería amar y ser amada, vivir y dejar vivir. Y allí estaría ella algún día. O no. Nunca se sabe. Pero desde luego la señorita Marrón tenía claro que ella sería feliz.

No esperó respuesta. Y así, la señorita Marrón sonrió y supo que algo inesperado le esperaba a la vuelta de la esquina, como cada vez que salía de casa.






martes, 25 de octubre de 2011

Dicen los árboles que...

Ayer salí a pasear como hago a menudo cuando mi cabeza se llena de ideas y de imágenes, de ruidos y de tempestades. En esos momentos solo salir al parque a conversar con los árboles me alivia de mis estridentes visiones y mis desordenados anhelos.
Ellos, los árboles, lo saben todo en realidad. Lo que importa. Porque ellos están aqui desde hace mucho más tiempo que cualquiera. Para ellos nuestros problemas y preocupaciones no son más grandes que una pequeña hormiga que merodea entre sus ramas. Ellos tienen las respuestas para las cosas importantes. Y muchas veces me han dicho "Eso que nos cuentas Carolina no tiene importancia. No afecta para nada al flujo de los vientos ni al cambio de estaciones, por tanto, no es importante. Puedes llorar o reír pero eso no cambia nada, porque no es importante" Y entonces me vuelvo a casa más tranquila porque ya sé que si mi problema no es tan grande como para afectar a un árbol y a su imparcial opinión es que, en realidad, no es un problema. Otras veces los árboles me han dicho simplemente "Anda, quédate un rato con nosotros, escúchanos hablar y verás como te relajas. Luego podrás volver a casa más tranquila" Y así lo hago. Y en otras ocasiones, muy pocas, me he enfadado con ellos porque no han querido contestar alguna pregunta que les hago. A veces digo "Por qué ahora, por qué las cosas son así y no de otra manera?" Y el árbol menea un poco sus ramas, como si encogiera unos hombros inexistentes y simplemente dice "Porque sí!".
Por eso, cuando necesito sosegar mi mente y hallar respuestas, me dirijo al parque. Camino entre mis queridos árboles, amigos ya, y en voz bajita les pregunto a veces lo que opinan de esto o aquello. En ocasiones me siento a los pies de alguno y apoyando la cabeza en su corteza le dejo leer mis pensamientos. Así es más fácil, así no necesito hablar y así evito las palabras torpes que no son capaces de expresar los sentimientos.
Y de esta manera lo hice ayer. Mis pasos me adentraron en el parque, por encima de las hojas secas, anuncio del otoño y de las ramitas caídas que crujían bajo mis pies. La belleza de la primavera es indiscutible pero en ocasiones la del otoño es todavía más intensa, más perdurable en la memoria. Y ayer el parque lucía en la belleza de su otoño con su hermosa alfombra dorada y los bronces de sus ramas como lo hacen las aves rapaces que, sin tener la belleza de un alado tropical, con su explosión multicolor, exhibe su grandeza y sus castañas y parduzcas líneas que, perfectas, le otorgan su magnifica figura.
Así, de esta manera, lucía el parque cuando yo llegué. Me inundaba entonces una enorme tristeza, desasosegada y angustiosa que se vió enseguida ligeramente aliviada con la visión de la belleza.
Ayer yo estaba triste porque estando rodeada estaba sola.
Y llegué caminando hasta mi puente y allí, apoyada en la barandilla oscura y fría contemplé el plácido lago y cerré los ojos para escuchar lo que el viento me tenía que cantar. Cuando los abrí me sentía más serena, menos angustiada y entonces vi una hoja, dorada y seca que, después de caer del árbol con su ligera cadencia, se apoyaba en las aguas intentando ser pato. A su alrededor los ánades picoteaban entre las aguas y agitaban sus plumajes y la pobre hoja seca se deslizaba entre ellos tratando de mezclarse entre el averío. Pero ellos ni siquiera la miraban. Y yo veía a la pobre hoja que ilusa quería ser un hermoso cisne, o un ganso o un palmípedo cualquiera y me daba ganas de tomarla entre mis manos y besarla para explicarle después que nunca dejaría de ser una hoja seca. Quería decirle a aquella hoja que no importaba lo que ella fuera. Que como hoja seca que era ya era hermosa. Quería decirle que las lineas rojizas, doradas y amarillas que trazaban su superficie eran hermosas, un milagro de la naturaleza. Que su vida había sido honrada y bella, adornando la copa de un hermoso arce y que ahora podía acabar sus días con alegría y con el orgullo de haber sido parte de la estación más bella. Pero comprendí en un instante cuan vano sería mi esfuerzo si intentase borrar sus anhelos a una hoja de otoño. Porque aquella hoja de otoño guardaba en su alma perenne el deseo de ser eterna. Esa hoja de otoño quería ser un hermoso pato y yo quería ser amada por un poeta.
Salí del parque tranquila, respirando la paz que la brisa me traía mientras veía como las hojas jugueteaban entre ellas aprovechando las corrientes. Una de ellas, atrevida, se poso en el cabello de una mujer, adornando su melena. Aquellas hojas risueñas no anhelaban más que juguetear con los vientos de otoño formando remolinos. Y pensé que aquella pobre hoja que ansiaba ser un ave sería menos desgraciada si se conformara con jugar junto a sus compañeras. Menos desgraciada pero quizá no tan hermosa. Y entonces pensé en mi alma que sería menos desdichada no amando al poeta pero menos hermosa por estar vacía. Por eso decidí no expulsar la tristeza de mi alma porque entonces sería como expulsar su alma de poeta, su alma de cometa de la mía. Y yo no quería que mi alma fuera incompleta, que mi alma fuera incompleta.

jueves, 20 de octubre de 2011

Pía

Pía levantó la cabeza cuando aquel gigantón se le puso al lado. Y tuvo que levantarla mucho porque más de dos metros de altura separaban la cabeza del joven del lejano suelo. Pía sabía que mirar así a un desconocido no estaba bien. Lo sabía porque su abuela se lo había dicho millones de veces. Se lo había dicho cada vez que Pía miraba fijamente a cualquier desconocido en cualquier lugar. A Pía le parecía fascinante observar a las personas que iba encontrando por la calle, en el autobús, en la lechería y en el parque. Y le encantaba imaginar sus vidas, sus miserias, sus vicios, sus gustos...Por eso le fastidiaba que estuviera mal mirar así a la gente. Le parecía injusto. Si una persona tenía cuerpo, cara, ojos, pelo...¿por qué no estaba bien mirarle? De todas formas ya no importaba. Había tantas cosas que Pía hacía mal, según los preceptos de su abuela, que mirar a aquel gigantón no creía que fuese a perturbar a su abuela más de lo que ya estaba.
"Pía no mires tanto a la gente", "Pía no hables sola o todo el mundo creerá que estás loca", "Pía no te muerdas los pellejos de los dedos que tendrás las manos feas" "Pía no te rías con esas carcajadas tan fuertes que asustas a todo el mundo", "Pía no camines tan deprisa que no pareces una señorita"... A decir verdad, según su abuela, Pía debía ser un desastre absoluto. La peor nieta del mundo. La menos femenina entre las jóvenes de su edad y claro, la más loca. Pía sabía que esto no solo lo pensaba su abuela. La mayoría de los vecinos del barrio opinaban que Pía era una joven sin futuro, sin planes, inocente y medio alocada. Pero a Pía, en realidad, todo eso le daba igual. Ahora, lo único que le importaba era mirar al gigantón que se acababa de subir al metro y se había situado a su lado, apoyado contra la puerta mientras leía distraído un libro. "Claro" pensó Pía "Debe pesar mucho y por eso se apoya, además, será difícil mantener el equilibrio con toda esa altura". A Pía le entraron ganas de preguntarle al gigantón si no se mareaba de estar tan alto allí arriba. Ella tenía cierta aprensión a la altura, casi vértigo y se dijo a si misma que si alguien tuviese la mala fortuna de nacer con vértigo y con esa altura su vida podría llegar a ser un infierno. Y ¿qué hacer en ese caso? Uno podría pasar casi todo el día acostado, pero la vida entonces sería aburrida, sin apenas poder hacer nada. Poco podría hacerse por alguien tan desgraciado que vería la vida pasar allá abajo sin que nadie contara con él, todo desde aquel altísimo balcón. Eso sería como la vez en la que ella se rompió una pierna y tuvo que ver las fiestas de su pueblo desde el balcón de su tía Lola. Vió a sus primos disfrutando de la fiesta mientras que ella solo miraba. Aquel día se sintió alegre por sus primos pero triste por ella. Y entonces sin quererlo notó como una lágrima le brotaba de repente. La sintió caliente, en su lagrimal, como avisándole de que estaba preparada para lanzarse al exterior y rodar por su mejilla. Pero Pía, reaccionando, no la dejó salir. La contuvo dentro de su ojo, parpadeó y la empujó hacia dentro porque no quería que el gigantón, ni nadie del metro, la vieran llorando por algo que solo estaba imaginando. ¿Qué diría si el gigante le preguntaba por qué lloraba? No podía decirle "Lloró porque te imagino viviendo tu vida desde tu balcón sin estar en la fiesta con tus primos". Probablemente el gigantón o no la entendería o pensaría que estaba loca. Y no le faltaría razón. Casi todo el mundo decía que estaba loca. Su abuela, los vecinos y hasta el dueño de la lechería que le dijo que no razonaba el día que Pía le sugirió que regalara un bote de leche al mes al señor de la barba que dormía en el hueco del garaje de al lado. Pía creyó que al dueño de la lechería le daría igual un bote más o menos de leche al mes y que, a cambió, el señor del garaje estaría mucho más contento y no perdería los pocos dientes que le quedaban gracias al calcio de la leche. Pero el lechero la sacó de su error. Así que, por consenso, estaba bastante claro que Pía "no carburaba bien" como decía el mecánico del garaje en cuyo hueco dormía el señor de la barba. En cualquier caso a Pía le daba igual. No pensaba que estar loca fuera tan malo, al fin y al cabo. Ella se encontraba bien, no tenía dolores, no le molestaba nada y no se sentía triste. En realidad pensaba que había mucha gente del barrio a la que ella conocía y que padecían dolores, reuma o depresión a los que les iría mucho mejor estar locos, a su entender.
Pía dejó estas divagaciones y volvió a observar al gigantón. Lo que más llamaba su atención era la delgadez de aquel hombre, cuyos dedos, al sujetar el libro que leía, parecían las ramas de un árbol antiguo. Pía miró su cabeza. Era afilada y lucía una melena lisa y desgreñada, algo grasienta, que caía lacia y en largos mechones enmarcando su cara, casi ocultándola, de hecho. Pía pensó en las lianas de los árboles que había visto en una foto de una pequeña isla de China. La foto tenía un nombre en un lateral "Gulang Yu". En ella se veía una calle ascendente y en cuyos lados del camino se ergían pequeñas casitas de adobe y ladrillo. Entre ellas unos enormes árboles dejaban caer inmensas lianas que casi tocaban el suelo. Pía no sabía de qué árboles se trataba ni cuántos años debían tener para alcanzar esas dimensiones pero sabía, por las clases de Ciencias Naturales que había dado en la escuela de pequeña, que para que un árbol fuera tan alto debía haber vivido mucho, más de cien años. Y cuando Pía volvió a observar la cara del gigantón pensó que, aunque aquel hombre tenía la cara de un muchacho de apenas 20 años, en realidad debía tener más de cien y que, probablamente, lo ocultaría, porque nadie le creería, nadie, al menos, que no supiera, como ella, que para ser tan alto, hacía falta vivir, como mínimo, cien años.