martes, 25 de octubre de 2011

Dicen los árboles que...

Ayer salí a pasear como hago a menudo cuando mi cabeza se llena de ideas y de imágenes, de ruidos y de tempestades. En esos momentos solo salir al parque a conversar con los árboles me alivia de mis estridentes visiones y mis desordenados anhelos.
Ellos, los árboles, lo saben todo en realidad. Lo que importa. Porque ellos están aqui desde hace mucho más tiempo que cualquiera. Para ellos nuestros problemas y preocupaciones no son más grandes que una pequeña hormiga que merodea entre sus ramas. Ellos tienen las respuestas para las cosas importantes. Y muchas veces me han dicho "Eso que nos cuentas Carolina no tiene importancia. No afecta para nada al flujo de los vientos ni al cambio de estaciones, por tanto, no es importante. Puedes llorar o reír pero eso no cambia nada, porque no es importante" Y entonces me vuelvo a casa más tranquila porque ya sé que si mi problema no es tan grande como para afectar a un árbol y a su imparcial opinión es que, en realidad, no es un problema. Otras veces los árboles me han dicho simplemente "Anda, quédate un rato con nosotros, escúchanos hablar y verás como te relajas. Luego podrás volver a casa más tranquila" Y así lo hago. Y en otras ocasiones, muy pocas, me he enfadado con ellos porque no han querido contestar alguna pregunta que les hago. A veces digo "Por qué ahora, por qué las cosas son así y no de otra manera?" Y el árbol menea un poco sus ramas, como si encogiera unos hombros inexistentes y simplemente dice "Porque sí!".
Por eso, cuando necesito sosegar mi mente y hallar respuestas, me dirijo al parque. Camino entre mis queridos árboles, amigos ya, y en voz bajita les pregunto a veces lo que opinan de esto o aquello. En ocasiones me siento a los pies de alguno y apoyando la cabeza en su corteza le dejo leer mis pensamientos. Así es más fácil, así no necesito hablar y así evito las palabras torpes que no son capaces de expresar los sentimientos.
Y de esta manera lo hice ayer. Mis pasos me adentraron en el parque, por encima de las hojas secas, anuncio del otoño y de las ramitas caídas que crujían bajo mis pies. La belleza de la primavera es indiscutible pero en ocasiones la del otoño es todavía más intensa, más perdurable en la memoria. Y ayer el parque lucía en la belleza de su otoño con su hermosa alfombra dorada y los bronces de sus ramas como lo hacen las aves rapaces que, sin tener la belleza de un alado tropical, con su explosión multicolor, exhibe su grandeza y sus castañas y parduzcas líneas que, perfectas, le otorgan su magnifica figura.
Así, de esta manera, lucía el parque cuando yo llegué. Me inundaba entonces una enorme tristeza, desasosegada y angustiosa que se vió enseguida ligeramente aliviada con la visión de la belleza.
Ayer yo estaba triste porque estando rodeada estaba sola.
Y llegué caminando hasta mi puente y allí, apoyada en la barandilla oscura y fría contemplé el plácido lago y cerré los ojos para escuchar lo que el viento me tenía que cantar. Cuando los abrí me sentía más serena, menos angustiada y entonces vi una hoja, dorada y seca que, después de caer del árbol con su ligera cadencia, se apoyaba en las aguas intentando ser pato. A su alrededor los ánades picoteaban entre las aguas y agitaban sus plumajes y la pobre hoja seca se deslizaba entre ellos tratando de mezclarse entre el averío. Pero ellos ni siquiera la miraban. Y yo veía a la pobre hoja que ilusa quería ser un hermoso cisne, o un ganso o un palmípedo cualquiera y me daba ganas de tomarla entre mis manos y besarla para explicarle después que nunca dejaría de ser una hoja seca. Quería decirle a aquella hoja que no importaba lo que ella fuera. Que como hoja seca que era ya era hermosa. Quería decirle que las lineas rojizas, doradas y amarillas que trazaban su superficie eran hermosas, un milagro de la naturaleza. Que su vida había sido honrada y bella, adornando la copa de un hermoso arce y que ahora podía acabar sus días con alegría y con el orgullo de haber sido parte de la estación más bella. Pero comprendí en un instante cuan vano sería mi esfuerzo si intentase borrar sus anhelos a una hoja de otoño. Porque aquella hoja de otoño guardaba en su alma perenne el deseo de ser eterna. Esa hoja de otoño quería ser un hermoso pato y yo quería ser amada por un poeta.
Salí del parque tranquila, respirando la paz que la brisa me traía mientras veía como las hojas jugueteaban entre ellas aprovechando las corrientes. Una de ellas, atrevida, se poso en el cabello de una mujer, adornando su melena. Aquellas hojas risueñas no anhelaban más que juguetear con los vientos de otoño formando remolinos. Y pensé que aquella pobre hoja que ansiaba ser un ave sería menos desgraciada si se conformara con jugar junto a sus compañeras. Menos desgraciada pero quizá no tan hermosa. Y entonces pensé en mi alma que sería menos desdichada no amando al poeta pero menos hermosa por estar vacía. Por eso decidí no expulsar la tristeza de mi alma porque entonces sería como expulsar su alma de poeta, su alma de cometa de la mía. Y yo no quería que mi alma fuera incompleta, que mi alma fuera incompleta.

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