lunes, 17 de octubre de 2011

GABRIEL

Gabriel Eleuterio Morteno arrastraba sus pies con una cadencia tan hipnotizadora que apenas daba el primer paso para salir de su casa y ya había miradas puestas en él. Don Gabriel, como era llamado por Maria Encarnación, la portera de su edificio, salía en muy pocas ocasiones de su casa pero cuando lo hacía, llevaba consigo un gran abrigo que arrastraba por el suelo. Y es que Don Gabriel caminaba encorvado, formando casi un ángulo recto con el cuerpo, con los brazos lánguidos apuntando al suelo y la cabeza, fatigada, apenas alzada. Y así, con esta postura, se armaba de valor y abría la puerta. Bajaba el primer y único escalón de su portal y se plantaba en la calle. Porque ciertamente Don Gabriel, más que pisar la calle, se plantaba en ella. Era tal la pesadez de su arrastrar, tal la lentitud de sus movimientos que cuando salía a la calle a los vecinos les parecía más ver el momento en el que un enorme y viejo árbol es transplantado y asienta sus enormes raíces que a su anciano convecino saliendo a pasear. De hecho, en ocasiones, alguno hasta olvidaba que aquello no era un árbol, sino un humano.
Don Gabriel iniciaba su paso como un enorme buey que inicia el arrastre. Porque más que un paso aquello era un arrastre. Primero un pie y luego el otro. Zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzas, zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzas...el pie de Don Gabriel apenas se levantaba del suelo cuando cambiaba el peso de su cuerpo del lado contrario para avanzar. Lentamente, pesadamente. Así arrastraba cada uno de sus pies. Y cada paso parecía una eternidad. En realidad no lo parecía, era una eternidad. Había en el barrio niños que crecían más rápido que un paso de Don Gabriel. Había jóvenes cuyo corazón era roto en menos de lo que Don Gabriel daba un paso. Hombres que envejecían y mujeres que se convertían en madre. Dientes que crecían y barcos que cruzaban el mar en el tiempo en el que Don Gabriel acabada de dar un paso. Tan lento era su caminar, tan pesado y tan denso que aquellos que osaban mirarle mientras lo hacía ya no se quitaban de encima el lastre de la tristeza infinita. Porque en el barrio todos sabían que no había que mirar a Don Gregorio cuando caminaba porque entonces te quedabas atrapado en su lento compás y ya nunca el tiempo volvía a ser tiempo para ti. Todos en el barrio sabían que cuando se escuchaba el zzzas-zzzas de Don Gregorio había que apartar la vista, entrar en casa y cerrar las ventanas porque nunca un minuto les había parecido tan valioso como cuando Don Gregorio pasaba cerca y les parecía oír eternamente el infinito arrastre de las suelas desgastadas de aquel anciano que arrastraba con él el agobio de toda una vida.
Cuando Don Gregorio iniciaba uno de sus paseos cualquier cosa podía ocurrir y siempre había algo que cambiaba para siempre. Eso lo sabían todos. Así que nadie se asombró con lo que pasó en los días posteriores.

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