domingo, 2 de octubre de 2011

El retorcido árbol...

Su mano jugaba con los rizos de su pelo que, juguetón y oscuro, formaba anillos en sus dedos escurriéndose rápidamente como cascadas de ébano hasta volver a enroscarse sobre sí mismas. Le hubiera gustado abarcar con su mano toda aquella oscura melena que ondeaba rebelde y desafiaba la gravedad al levantarse en crestas curvilíneas y serpenteos verticales. Pero su mano era pequeña, pequeña para toda aquella cantidad de cabello, pequeña para aquel cuerpo de piel aceitunada y dura que parecía enternecerse a cada roce con las yemas de sus dedos.
Él leía, recostado contra el viejo y retorcido árbol, absorto y silencioso, casi inmóvil cual estatua. Entre sus manos el viejo libro de Kierkegaard, reblancedido por el uso, crujía a cada cambio de hoja. Era como si el libro se quejase por ser leído una vez más. Sus ojos, marrones y cálidos, acariciaban las lineas como el viento lo hace con las dunas del desierto. Cabalgaba sobre ellas y las saboreaba con tal deleite que ella no se atrevía a interrumpir su abstracción con ningún otro movimiento. Se conformaba con pasar la mano por su pelo una y otra vez.
De pronto sintió un tirón sobre su dedo índice. Pensó que sería un nudo de su cabello y siguió jugueteando con sus rizos. Ahora fue el pulgar el que quedó enganchado en un bucle que no parecía deshacerse. El bucle tiró más pero ella logró sacar el dedo. Por un instante se quedó perpleja. Pero al cabo de un momento volvió a apoyar la mano sobre su cabello. No quería renunciar al placer de su tacto. Esta vez dos dedos se engancharon y un enorme rizo rodeó la muñeca y tiró de ella. Mientras ella trataba de zafarse, asustada por la fuerza del cabello rebelde y rizado que parecía estirarse con formas implosibles, sintió un crujido muy cercano. Finalmente y de un tirón sacó la mano de entre los mechones enfurecidos y está vez no se atrevió a posarla de nuevo.
Durante unos instantes se le quedó mirando. Él seguía leyendo, tan absorto, tan meditabundo, tan feliz, que ni siquiera había sentido el fragor de la batalla que se había librado en su melena.
De pronto ella vió como algo volvía a revolverse en aquella guedeja brillante. Los mechones comenzaron a elevarse como cobras encantadas y, haciendo extraños arabescos, se entrelazaron y crecieron en dirección al retorcido tronco de árbol en el que él reposaba la cabeza. A su vez el tronco comenzó a vibrar y a crujir y el cabello, al acercarse, parecía imantarse con aquella corteza vetusta y centenaria.
La maraña rebelde se unió entonces al tronco exhausto y ella dejó de distinguir dónde empezaba uno y dónde acababa el otro. Él era ahora parte del retorcido árbol. Aunque ella sabía que él siempre lo había sido. Por eso le amaba, porque nunca nadie había sido tan árbol viejo como él. Y ella sabía también que si alguien se unía a un árbol, como él acababa de hacerlo, no continuaria plácido y tranquilo como lo hacía él en ese instante.
Mientras ella le miraba, ya unido al árbol, él levantó la mirada. Sus negras pupilas, hasta ahora posadas sobre las manoseadas páginas, se fijaron en ella. Por un momento sus miradas se cruzaron.
Ella se quedó paralizada. ¿Es que acaso él podía verla? Por un instante le pareció que él trataba de decirle algo con la mirada, con aquel semblante tierno y atezado.
Pero continuó así durante un tiempo. Ella empezó a sospechar que su mirada no se acababa en ella, más bien la traspasaba y continuaba camino más allá de su propia existencia. Él continuaba solo, sin verla, unido al árbol retorcido. Y ella deseó gritarle, decirle que estaba allí, que le mirase. Pero sabía que sería en vano. ¿Acaso quería él salir de su soledad? ¿Acaso se molestaría en tenerla en cuenta como posible compañía?
Quizá nunca lo sabría. Quizá nunca obtendría una respuesta. Ni siquiera era capaz de lograr que él la viera, que él la mirara. Y allí, sentada, junto al árbol retorcido que se unia a su cabello y a su amor, siguió observando el deleite que él ponía cuando volvió a posar los ojos sobre aquellas dunas.

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