jueves, 29 de septiembre de 2011

ROSAURADORA

Rosauradora Alquízar de Membrates sabía que era hermosa, más incluso que cualquiera de esas cantantes y artistas que a veces veía en los carteles que cubrían las paredes del teatro Carmeledo que había en la plaza principal de Mullieto. Cuando era más pequeña solía pasear por aquella plaza con sus padres y siempre se paraba en el teatro. Mientras sus padres miraban el cartel de actuaciones para decidir a cuáles de ellas asistir y reservarse así las fechas, Rosauradora, plantada como un poste, con la cabeza inclinada hacia atrás para ver las más altas, revisaba y memorizaba en su retina cada una de las fotografías de aquellas bellezas que posaban sobre sillas de cabaret, tocadores llenos de luces, escenarios coloreados y toda suerte de fondos posibles. Observaba sus peinados, maquillajes y vestimentas y deseaba, con todas sus fuerzas ser tan hermosa como ellas. Pese a ser una niña de apenas 6 años Rosauradora era capaz de comprender la belleza y sobre todo de comprender las miradas que provocaba. Con cuatro años fue capaz de distinguir el cambio que se producía en la mirada de su padre cuando pasada de mirar a su madre a mirar a Mirtanela, una voluptuosa clienta de la lechería que regentaba el señor Alquízar. Mirtanela no era lo que se puede llamar hermosa pero Rosauradora adivinó apenas un año después que las tremendas protuberancias que Mirtanela balanceaba al caminar y que apenas cubría con profundos escotes y escurridizos pañuelos eran el centro de atención, no solo de su padre, sino de la mayor parte del barrio.
Poco a poco fue comprendiendo el poder de la belleza. Mientras su madre se marchitaba, esforzándose por llevar la casa adelante y cuidar a su padre y a su hija, el señor Alquízar dejaba escurrir su mirada más y más sobre el escote de Mirtanela. Y Rosauradora empezó a odiarla por eso. A su madre. Con ocho años Rosauradora no quería salir más de la mano de la señora Alquízar y poco a poco se distanció de ella. Su madre era débil, era inferior y no quería marchitarse con ella.
Cada mañana Rosauradora se miraba en el manchado espejo de su habitación. Examinaba minuciosamente cada detalle de su cara. El óvalo más bien redondeado, sus dientes pequeños, sus ojos grandes y azulados y su nariz respingona. Al acabar cada examen torcia el gesto y bajaba de la silla en la que estaba subida de rodillas. Nada de lo que había visto le recordaba a las mujeres de aquellos carteles. A los diez años le pidió a su padre que le dejase ayudarle en las tareas de la lechería. Sabía que si un día quería ser tan bella como aquellas mujeres necesitaría artilugios para ornar de bucles sus cabellos, barras de labios y hermosos vestidos. Así que le dijo a su padre que le haría las tareas más sencillas pero las más aburridas para él por una módica cantidad. Al principio su padre se mostró reticente pero cuando comprendió que la ayuda de la pequeña Rosauradora de libraría, por algunas horas al día, de la compañía de su madre, cosa que le daría más libertad para posar sus miradas allá donde quisiera, aceptó de buen grado y Rosauradora comenzó pronto a trazar el camino que le marcaban sus propósitos.
Durante algunos años Rosauradora trabajó como una hormiga en la lechería. Al mismo tiempo estudiaba el grado básico para no quedarse retrasada como los niños analfabetos del barrio de Echenía. Sabía también que, para ser hermosa, adornar con buenos gestos y palabras era fundamental. De ese modo transcurría su vida. En su tiempo libre tomaba prestadas las revistas de la lechería en las que se hablaba de moda, chismes y secretos de belleza. Su madre decía que eran tonterías pero Rosauradora sabía que ella nunca había leído ni uno de esos consejos, sino, no estaría tan vieja y tan cansada.
Un día Rosauradora descubrió que sus piernas se estaban redondeando demasiado y decidió que debía cuidar más lo que comía. Empezó también a frotar su piel cada día con aceite de almendras y a cepillar su pelo con esmero y dedicación.
Poco a poco la imagen que el espejo devolvía a Rosauradora fue cambiando. El óvalo de su cara se fue haciendo más marcado, sus labios se hicieron más rosados y esponjosos y sus ojos se almendraron mientras sus pestañas se alargaban. Pero lo que más complació a la joven fue cuando sus pechos comenzaron a crecer. Poco a poco sus formas se redondearon y donde antes había habido una niña flacucha de coletas rojas ahora aparecía una esbelta joven de piel de pétalo de rosa, labios jugosos y cabellos dorados.
Rosauradora sabía que era bella y eso la hacía feliz.
Y lejos de sentir que había llegado a la meta se sintió espoleada por la ambición. La gente del barrio empezó a percatarse de lo que ya era una evidencia. La joven era cada día más hermosa. En ocasiones el señor Alquízar sorprendia a algunos de sus convecinos, antes nunca partidarios de hacer la compra con sus esposas, espiando a la joven entre las latas de lentejas y los cereales. Y lejos de ruborizarse Rosauradora, al percatarse de tales deslices, se sentía más y más satisfecha.
Los días pasaban y ya no se sentía bien con ser la más bella de su barrio. Ella quería más. La admiración de sus vecinos no era suficiente así que un día anunció a su padre que iba a mudarse de casa y que había encontrado un nuevo trabajo.
Rosauradora empezó como secretaria del interventor del Banco Luguano de ahorros industriales y tardó muy poco en tener a su jefe en la palma de la mano. Cuando Rosauradora comprendió que en el Banco y en su nuevo barrio no solo acaparaba las miradas, sino los deseos, sus planes y sus ambiciones empezaron a crecer. Y haciendo crecer sus sueños hacía crecer sus ahorros. Ya no necesitaba comprar casi nada. Había aprendido a desear y a que cada deseo se hiciera realidad por medio de cualquiera de los que le rodeaban. Su jefe le había aumentado la paga dos veces en el último mes y su apartamento, en un pequeño ático cerca del puerto, había sido un regalo de un viejo inversor que decidió cambiar su testamento en el último momento. Zapatos, bolsos, ropa...cada semana algún regalo la sorprendia a la puerta de su casa y Rosauradora empezó a sentirse feliz. Y en esas estaba la mañana que entró en la relojería de Braulio III para comprarse, por primera vez y por ella misma, un capricho que no había solicitado a nadie. Un reloj de pulsera del que se había encaprichado al verlo en la vitrina.




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