martes, 20 de septiembre de 2011

EL COLECCIONISTA DE CALLEJONES
Braulio llevaba sombrero, gabardina y zapatos viejos. Siempre que salía a pensar, a caminar para aclarar su mente, le gustaba calzar los mismos zapatos viejos, el mismo sombrero enmohecido que solo sacaba de su armario para la ocasión y la gabardina vieja de su abuelo Adolfo. Le gustaba recorrer las calles, primero las conocidas, hasta tomar, en un momento dado, un nuevo desvio, una pequeña bifurcación. Por mucho que recorriese su ciudad siempre encontraba algún rincón inesperado, algún callejón perdido. Y eso es lo que buscaba, precisamente. Braulio sabía que los callejones se pierden cuando las gentes dejan de buscarlos. Él se dedicaba a recogerlos, a recopilarlos para luego archivarlos y mantenerlos vivos. De esa forma obtenía la paz interna que necesitaba. Cuando el agujero de su alma se enturbiaba, solo salir a caminar y recoger callejones perdidos, como las viejas que recogen gatos, le animaba. Los acariciaba, los alimentaba, les decía palabras cariñosas y así los callejones se mantenían vivos y no se fundían en el olvido para siempre. Braulio además llevaba consigo un cuardeno. Era un cuaderno viejo, verde, de tapas arrugadas y vencidas por el uso y páginas amarillentas. En él Braulio catalogaba cuidadosamente sus callejones. Escribía sus olvidados nombres, a veces incluso después de buscar durante horas alguna placa oxidada y polvorienta que se veía obligado a limpiar para poder leer. En otras ocasiones simplemente bautizaba esos callejones. Callejón de las hojas secas, callejón de los charcos negros, callejón medio triste y medio alegre, callejón más viejo del mundo...A veces sus jornadas duraban horas, incluso días. Braulio regresaba a casa fatigado, con los cabellos revueltos y el pellejo seco, adherido a los huesos, pero feliz porque había recogido nuevos callejones. Siempre que llegaba a casa de nuevo le gustaba servirse un café. Un café negro que le recordaba el color de su alma y que bebía a largos sorbos mientras cerraba los ojos y pensaba en su interminable lista de callejones. Todos eran suyos, todos seguían vivos.
El último día que Braulio salió caminó con paso firme durante varios kilómetros. Sabía que no había nuevas bifurcaciones por la zona así que apenas dirigía su vista a todo lo que le rodeaba. Ni la gente, ni los coches, ni las tiendas. Nada llamaba su atención. Es más, le disgustaba. Ansiaba encontrar un nuevo hueco por el que escurrir su reseca figura y encontrar otro nuevo tesoro. Esta vez la espera se hizo larga. Después de 3 días y 2 horas Braulio vió un giro que nunca antes había tomado. Fue hacia la derecha. Continuó recto un tramo y entonces lo vió. Delante de él había el cruce de calles más grande que nunca había visto. Decenas de callejas se expandían desde el mismo punto bifurcándose rápidamente en otras decenas y otras tantas. Braulio intentó multiplicar en su cabeza. Eso eran centenares de calles inexploradas. Se acercó a la primera calle y miró más allá de su primer cruce. De nuevo bifurcaciones y cruces y más callejas. Aquello era como poner un espejo frente a otro. Nunca se acababa. Y comprendió que necesitaría semanas, meses, años para completar aquello, para catalogar los miles y miles de callejones que encontraría a su paso. Dudó un instante antes de entrar en la primera calle. Y entonces sintió el olor. Era intenso, amargo y cálido. Braulio siguió el olor y llegó a un callejón. Uno que nunca antes había visto. Y allí, como flotando en medio de la nada, un pequeño café, con mesas viejas de madera, linóleo verde en el suelo y cuadros polvorientos en las paredes le ofrecía cobijo con su puerta abierta. Braulio no lo dudó un instante y se encaminó hacia él con el semblante iluminado.

Dicen algunos que Braulio sigue rondando por los callejones, cataloga y cataloga sin parar para evitar que esos callejones se fundan en la nada. Nadie le ha vuelto a ver pero hay quien asegura que su olor a café, sombreros enmohecidos y cuardernos viejos se puede sentir en algunos callejones cuando el viento está a favor.
El hermano de mi abuelo se preguntaba también por qué los callejones, el café y los cuadernos viejos inspiran a tantos escritores. Quizá sea el espíritu de Braulio que removiendo memorias nos trae el ansia de esquivar el olvido porque, al fin y al cabo, no es eso la escritura?

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