domingo, 25 de septiembre de 2011

DIEGO ALCAINE Y...EXTRAVÍOS


Hoy voy a dejar descansar un poco a Braulio para presentaros a Diego. Diego es un personaje, pero no uno de mi imaginación, sino uno de la suya propia. Diego es un salvadoreño, compañero y espero amigo y me he alegrado de descubrir en él a uno de los nuestros, uno de los que sueñan con la pluma en la mano, o con el lápiz, el bolígrafo o el teclado. Porque ahora ya no se sueña solo en viejos cartapacios, cuadernos reblandecidos por el tiempo y papeles amarillos. Ahora se sueña también en chasqueantes teclados y pantallas luminosas. He tenido la suerte de que "prestase" uno de sus textos y, ni corta ni perezosa, se lo "afané" para publicarlo en mi blog y poderlo compartir. Creo, no, estoy segura de que os va a llegar como a mi me ha llegado. Sus extravios son, al fin y al cabo, nuestros extravíos...



Extravíos


Si un libro resuena en tu interior, lo mejor siempre es buscarlo. Tomé mi abrigo, mi sombrero y me lancé a la ciudad. A pesar del clima aún frío, del paisaje debatiéndose en cobrar vida o no, de las calles llenas de nieve sucia y de charcos; a pesar de la palidez de las personas, del dolor y lo violáceo de mis uñas, de mis piernas entumecidas; a pesar de todo eso, yo estaba feliz de salir a caminar.

Me dirigí a una librería de las que menos me habían decepcionado en esa ciudad. Todas casi siempre lo hacen: el mercado rige los estantes y el mercado lee todo aquello que no leo.

Salí triste de ahí pues no tenían los Granos de Polen de Novalis. Como el clima estaba mejor que el de los meses pasados, creí conveniente seguir mi camino. Siempre me encantaron las caminatas de ciudad; eran una buena oportunidad para encontrar o extraviar cualquier cosa; tristezas, más que nada. Además, la desorientación en una ciudad provoca el estado de ánimo propicio para engendrar las más extraordinarias ideas.


Tomé la rue Berri y caminé sin motivos ni voluntad. La inercia de los pasos me conducía a cualquier parte. Me dolieron las rodillas un poco al comenzar. El dolor se fue olvidando de mí mientras mis pasos se acaloraban. Caminaba y caminaba, cruzando a la voluntad de semáforos, al vaivén de transeúntes, al mandato de ventanas o fachadas que dirigían mis miradas y pasos.

Atravesé el norte de la ciudad, esa zona afamada donde habitan muchos artistas. La mayoría de calles, y en especial las más hermosas, estaban vacías. Los artistas de estos tiempos no saben a lo que van ni saben adónde ir. Hemos pasado de largo aquella época donde el arte nos hablaba de lo bello y de lo verdadero solamente, de lo bello y verdadero en todo, incluso en las calles más vacías.

Veía a todos los artistas a través de las ventanas de sus studios, con sus cigarrillos, todos viendo viejos filmes y riendo, todos cubriendo sus lienzos con garabatos y con las confusiones de su generación, todos pensando en los retratos y versos que debían vender o comprar. Eran pocos los que viendo a través de sus ventanas sabían aún reconocer a la belleza, esa transeúnte mágica e inesperada, esos ojos incógnitos que nos inflaman el alma al ver directamente en los nuestros.     

Una brisa comenzaba a soplar en contra de mí. Iba disfrutando del romance entre ventiscas y árboles aletargados; me imaginaba esa sensación que ambos sentían al tocarse. Iba tan encantado de ese rebelde elemento que ni siquiera noté cuando se hizo de manos, tomó mi sombrero, se lo puso sobre sus invisibles cabellos y corrió como un ladrón.   

Unas cuadras después me di cuenta que iba sin sombrero. No le tenía mucho apego pero sabía que tendría que darle explicaciones a mi madre. Ella me lo había regalado para comenzar el nuevo año. Quería que lo iniciara con una cabeza bien ubicada. Ella siempre me enfatizaba mi falta de atención a la hora de lidiar con mis ideas. Me decía que debía sujetarlas mejor, tenerles más cariño. Me decía que ellas podían ser muy importantes y que yo, por irresponsable, siempre las dejaba marchar.

No sé quién le había dicho que los sombreros sirven para retener ideas. Cuando me explicó esa funcionalidad, me lo puse de inmediato. No me lo quitaba ni para dormir. Mi madre, una de esas noches, le contó a mi hermano que los sombreros no retenían sueños. No me lo dijeron los muy malvados. Por una semana entera, rieron de mí cada vez que iba a la cama.  

Me di cuenta de la desaparición de mi sombrero cuando intenté mostrar cortesía a una anciana que salía de una tienda, con una niña de la mano y con un cesto lleno de compras en la otra. Mi sorpresa fue mayor cuando noté que mi cabello también había desaparecido. El viento, que había ganado un poco más de bravura, quizás me lo había arrancado. No sentí dolor ni tirón alguno. No sé qué le pudo haber pasado. Durante las siguientes cuadras intenté pensar qué había sido de él y en cómo recuperarlo. Las ideas brotaban de mí, de ciento en ciento, como una fuente. Tenía que encontrar la mejor entre ellas para poder recuperar mi cabello y mi sombrero. El problema es que, ya sin sombrero, las ideas nacían y salían como aves, agitaban sus alas y se alejaban con rapidez. Algunas construían nidos en los árboles cercanos. Algunas eran pequeñas como colibríes. Otras dejaban de volar y se tornaban en  esas flores que se ausentan durante el invierno. Un árbol incluso se pobló con mis ideas. Cualquiera hubiera creído que la primavera nacía de mi cabeza.

Me empecé a desesperar; sin ideas de cómo dirigir mi búsqueda no sería posible encontrar mis extravíos. Además, todavía no sabía qué excusa dar a mi madre sobre el sombrero y  menos sobre mis cabellos.

De tanto en tanto, llevaba mis manos sobre mi cabeza. Tal vez mi súbita calvicie había sido una mala impresión. Tal vez solo era parte de mi frustración por la pérdida del sombrero. Tal vez alguien lo había tomado todo por error, sigilosamente, y tal vez ese alguien ya me había devuelto todo de la misma manera. Nada aparecía. Mi corazón se empezaba a agitar: pocas veces un corazón está listo para enfrentarse a situaciones así de inexplicables.

El frenesí en mi pecho ganó intensidad cuando, al llevarme las manos hacia la cabeza, me di cuenta que ya no la encontraba. Ya no tenía ni sombrero, ni cabellos, ni cabeza. Intenté llevarme las manos al rostro, para cubrirlo, para que los demás no vieran mi aflicción y mi llanto. Y nada, ya no tenía manos ni llanto. Mi corazón estaba incontenible. Duele mucho cuando los pálpitos abruptos de un corazón que desespera no pueden transformarse en lágrimas.

Intenté buscar mi reflejo en los ventanales de unas tiendas que pasaron a mi lado. No había reflejo alguno. Por un momento creí que era la luz del atardecer la que impedía todo reflejo. Solo mío era el único ausente. Intenté buscar la puesta de sol mas no encontré mi vista. Ya no tenía. No tenía sombrero, ni cabellos, ni cabeza, ni manos, ni llantos, ni reflejo, ni ojos, ni vista.

Lo único que podía hacer era escuchar cómo la gente pasaba a mi lado. Muchos iban tan absortos en sus conversaciones sobre política, telenovelas, sobre trabajos, sobre cuentas bancarias y avaricias, sobre lo agradable que era hoy el clima. Algunos iban riendo. Otros no sabría decir si reían o lloraban. Como siempre, nadie me notaba. Qué triste, ni siquiera ahora me notaban, ni siquiera en mi especial circunstancia de ser un señor sin sombrero, sin cabellos y sin todo lo demás.

De pronto, escuché las risas de niños, las escuchaba intensas a la lejanía, intensas y libres. Oír de niños era suficiente para alegrarme antaño, incluso en los días más crueles del invierno que recién pasaba. Escuchaba mis pasos acercarse cada vez más hacia la algarabía de los niños. Cuando llegué a escucharlos lo más cerca que pude, sentí como sus vocecitas callaron, como sus risitas se hicieron llantos que desaparecían a lo lejos y como mis pasos corrían tras ellos y se llevaban mis pies.

Los pálpitos angustiados de mi corazón sonaban con más fuerza y más fuerza. Pude escuchar el pavor de los niños. Pude escuchar como los columpios rechinaban, como se dejaban de mecer en el olvido. Sentí el silencio sepulcral que se hizo presente. En ese momento, ante ese silencio, me hubiera gustado poder gritar al cielo y pedirle una explicación. Lo intenté. Sentí esa corriente del grito que nace en el corazón y, luego, nada: ni mi grito, ni mis potentes y agitados latidos. Me quedó solamente el dolor de un corazón sin expresarse.

Sentí un golpe cuando mi corazón sordomudo cayó por los suelos. Lo empecé a sentir humedecido por la nieve sucia que se derretía y formaba un charco a su redor. Con el paso de los días, creo que el charco se evaporó o, al menos,  lo dejé también de sentir. Y así fue como dejé de tener corazón, pues un corazón que ya no siente ni los charcos en que se hunde deja de serlo.

Lo curioso es que a pesar de todas mis pérdidas, algo más pude sentir… — ¿Qué será?— dirás tú, todo extrañado — ¿Sentir algo todavía? — Sí, todo aquello, tan nuestro, que ni la muerte extravía.

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