DIEGO ALCAINE Y...EXTRAVÍOS
Hoy voy a dejar descansar un poco a Braulio para presentaros a Diego. Diego es un personaje, pero no uno de mi imaginación, sino uno de la suya propia. Diego es un salvadoreño, compañero y espero amigo y me he alegrado de descubrir en él a uno de los nuestros, uno de los que sueñan con la pluma en la mano, o con el lápiz, el bolígrafo o el teclado. Porque ahora ya no se sueña solo en viejos cartapacios, cuadernos reblandecidos por el tiempo y papeles amarillos. Ahora se sueña también en chasqueantes teclados y pantallas luminosas. He tenido la suerte de que "prestase" uno de sus textos y, ni corta ni perezosa, se lo "afané" para publicarlo en mi blog y poderlo compartir. Creo, no, estoy segura de que os va a llegar como a mi me ha llegado. Sus extravios son, al fin y al cabo, nuestros extravíos...
Hoy voy a dejar descansar un poco a Braulio para presentaros a Diego. Diego es un personaje, pero no uno de mi imaginación, sino uno de la suya propia. Diego es un salvadoreño, compañero y espero amigo y me he alegrado de descubrir en él a uno de los nuestros, uno de los que sueñan con la pluma en la mano, o con el lápiz, el bolígrafo o el teclado. Porque ahora ya no se sueña solo en viejos cartapacios, cuadernos reblandecidos por el tiempo y papeles amarillos. Ahora se sueña también en chasqueantes teclados y pantallas luminosas. He tenido la suerte de que "prestase" uno de sus textos y, ni corta ni perezosa, se lo "afané" para publicarlo en mi blog y poderlo compartir. Creo, no, estoy segura de que os va a llegar como a mi me ha llegado. Sus extravios son, al fin y al cabo, nuestros extravíos...
Extravíos
Si
un libro resuena en tu interior, lo mejor siempre es buscarlo. Tomé mi
abrigo, mi sombrero y me lancé a la ciudad. A pesar del clima aún frío,
del paisaje debatiéndose en cobrar vida o no, de las calles llenas de
nieve sucia y de charcos; a pesar de la palidez
de las personas, del dolor y lo violáceo de mis uñas, de mis piernas
entumecidas; a pesar de todo eso, yo estaba feliz de salir a caminar.
Me
dirigí a una librería de las que menos me habían decepcionado en esa
ciudad. Todas casi siempre lo hacen: el mercado rige los estantes y el
mercado lee todo aquello que no leo.
Salí
triste de ahí pues no tenían los Granos de Polen de Novalis. Como el
clima estaba mejor que el de los meses pasados, creí conveniente seguir
mi camino. Siempre me encantaron las caminatas de ciudad; eran una buena
oportunidad para encontrar o extraviar cualquier
cosa; tristezas, más que nada. Además, la desorientación en una ciudad
provoca el estado de ánimo propicio para engendrar las más
extraordinarias ideas.
Tomé
la rue Berri
y
caminé sin motivos ni voluntad.
La inercia de los pasos me conducía a cualquier parte. Me dolieron las
rodillas un poco al comenzar. El dolor se fue olvidando de mí mientras
mis pasos se acaloraban. Caminaba y caminaba, cruzando a la voluntad de
semáforos, al vaivén de transeúntes, al mandato
de ventanas o fachadas que dirigían mis miradas y pasos.
Atravesé
el norte de la ciudad, esa zona afamada donde habitan muchos artistas.
La mayoría de calles, y en especial las más hermosas, estaban vacías.
Los artistas de estos tiempos no saben a lo que van ni saben adónde ir.
Hemos pasado de largo aquella época donde el
arte nos hablaba de lo bello y de lo verdadero solamente, de lo bello y
verdadero en todo, incluso en las calles más vacías.
Veía
a todos los artistas a través de las ventanas de sus studios,
con sus cigarrillos,
todos
viendo viejos filmes y riendo,
todos cubriendo sus lienzos con garabatos y con las confusiones de su
generación, todos pensando en los retratos y versos que debían vender o
comprar. Eran pocos los que viendo a través de sus ventanas sabían aún
reconocer a la belleza, esa transeúnte mágica
e inesperada, esos ojos incógnitos que nos inflaman el alma al ver
directamente en los nuestros.
Una
brisa comenzaba a soplar en contra de mí. Iba disfrutando del romance
entre ventiscas y árboles aletargados; me imaginaba esa sensación que
ambos sentían al tocarse. Iba tan encantado de ese rebelde elemento que
ni siquiera noté cuando se hizo de manos, tomó
mi sombrero, se lo puso sobre sus invisibles cabellos y corrió como un
ladrón.
Unas
cuadras después me di cuenta que iba sin sombrero. No le tenía mucho
apego pero sabía que tendría que darle explicaciones a mi madre. Ella me
lo había regalado para comenzar el nuevo año. Quería que lo iniciara
con una cabeza bien ubicada. Ella siempre me
enfatizaba mi falta de atención a la hora de lidiar con mis ideas. Me
decía que debía sujetarlas mejor, tenerles más cariño. Me decía que
ellas podían ser muy importantes y que yo, por irresponsable, siempre
las dejaba marchar.
No
sé quién le había dicho que los sombreros sirven para retener ideas.
Cuando me explicó esa funcionalidad, me lo puse de inmediato. No me lo
quitaba ni para dormir. Mi madre, una de esas noches, le contó a mi
hermano que los sombreros no retenían sueños. No
me lo dijeron los muy malvados. Por una semana entera, rieron de mí
cada vez que iba a la cama.
Me
di cuenta de la desaparición de mi sombrero cuando intenté mostrar
cortesía a una anciana que salía de una tienda, con una niña de la mano y
con un cesto lleno de compras en la otra. Mi sorpresa fue mayor cuando
noté que mi cabello también había desaparecido.
El viento, que había ganado un poco más de bravura, quizás me lo había
arrancado. No sentí dolor ni tirón alguno. No sé qué le pudo haber
pasado. Durante las siguientes cuadras intenté pensar qué había sido de
él y en cómo recuperarlo. Las ideas brotaban de
mí, de ciento en ciento, como una fuente. Tenía que encontrar la mejor
entre ellas para poder recuperar mi cabello y mi sombrero. El problema
es que, ya sin sombrero, las ideas nacían y salían como aves, agitaban
sus alas y se alejaban con rapidez. Algunas
construían nidos en los árboles cercanos. Algunas eran pequeñas como
colibríes. Otras dejaban de volar y se tornaban en esas flores que se
ausentan durante el invierno. Un árbol incluso se pobló con mis ideas.
Cualquiera hubiera creído que la primavera nacía
de mi cabeza.
Me
empecé a desesperar; sin ideas de cómo dirigir mi búsqueda no sería
posible encontrar mis extravíos. Además, todavía no sabía qué excusa dar
a mi madre sobre el sombrero y menos sobre mis cabellos.
De
tanto en tanto, llevaba mis manos sobre mi cabeza. Tal vez mi súbita
calvicie había sido una mala impresión. Tal vez solo era parte de mi
frustración por la pérdida del sombrero. Tal vez alguien lo había tomado
todo por error, sigilosamente, y tal vez ese
alguien ya me había devuelto todo de la misma manera. Nada aparecía. Mi
corazón se empezaba a agitar: pocas veces un corazón está listo para
enfrentarse a situaciones así de inexplicables.
El
frenesí en mi pecho ganó intensidad cuando, al llevarme las manos hacia
la cabeza, me di cuenta que ya no la encontraba. Ya no tenía ni
sombrero, ni cabellos, ni cabeza. Intenté llevarme las manos al rostro,
para cubrirlo, para que los demás no vieran mi aflicción
y mi llanto. Y nada, ya no tenía manos ni llanto. Mi corazón estaba
incontenible. Duele mucho cuando los pálpitos abruptos de un corazón que
desespera no pueden transformarse en lágrimas.
Intenté
buscar mi reflejo en los ventanales de unas tiendas que pasaron a mi
lado. No había reflejo alguno. Por un momento creí que era la luz del
atardecer la que impedía todo reflejo. Solo mío era el único ausente.
Intenté buscar la puesta de sol mas no encontré
mi vista. Ya no tenía. No tenía sombrero, ni cabellos, ni cabeza, ni
manos, ni llantos, ni reflejo, ni ojos, ni vista.
Lo
único que podía hacer era escuchar cómo la gente pasaba a mi lado.
Muchos iban tan absortos en sus conversaciones sobre política,
telenovelas, sobre trabajos, sobre cuentas bancarias y avaricias, sobre
lo agradable que era hoy el clima. Algunos iban riendo.
Otros no sabría decir si reían o lloraban. Como siempre, nadie me
notaba. Qué triste, ni siquiera ahora me notaban, ni siquiera en mi
especial circunstancia de ser un señor sin sombrero, sin cabellos y sin
todo lo demás.
De
pronto, escuché las risas de niños, las escuchaba intensas a la
lejanía, intensas y libres. Oír de niños era suficiente para alegrarme
antaño, incluso en los días más crueles del invierno que recién pasaba.
Escuchaba mis pasos acercarse cada vez más hacia
la algarabía de los niños. Cuando llegué a escucharlos lo más cerca que
pude, sentí como sus vocecitas callaron, como sus risitas se hicieron
llantos que desaparecían a lo lejos y como mis pasos corrían tras ellos y
se llevaban mis pies.
Los
pálpitos angustiados de mi corazón sonaban con más fuerza y más fuerza.
Pude escuchar el pavor de los niños. Pude escuchar como los columpios
rechinaban, como se dejaban de mecer en el olvido. Sentí el silencio
sepulcral que se hizo presente. En ese momento,
ante ese silencio, me hubiera gustado poder gritar al cielo y pedirle
una explicación. Lo intenté. Sentí esa corriente del grito que nace en
el corazón y, luego, nada: ni mi grito, ni mis potentes y agitados
latidos. Me quedó solamente el dolor de un corazón
sin expresarse.
Sentí
un golpe cuando mi corazón sordomudo cayó por los suelos. Lo empecé a
sentir humedecido por la nieve sucia que se derretía y formaba un charco
a su redor. Con el paso de los días, creo que el charco se evaporó o,
al menos, lo dejé también de sentir. Y así
fue como dejé de tener corazón, pues un corazón que ya no siente ni los
charcos en que se hunde deja de serlo.
Lo
curioso es que a pesar de todas mis pérdidas, algo más pude sentir… —
¿Qué será?— dirás tú, todo extrañado — ¿Sentir algo todavía? — Sí, todo
aquello, tan nuestro, que ni la muerte extravía.
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