martes, 25 de octubre de 2011

Dicen los árboles que...

Ayer salí a pasear como hago a menudo cuando mi cabeza se llena de ideas y de imágenes, de ruidos y de tempestades. En esos momentos solo salir al parque a conversar con los árboles me alivia de mis estridentes visiones y mis desordenados anhelos.
Ellos, los árboles, lo saben todo en realidad. Lo que importa. Porque ellos están aqui desde hace mucho más tiempo que cualquiera. Para ellos nuestros problemas y preocupaciones no son más grandes que una pequeña hormiga que merodea entre sus ramas. Ellos tienen las respuestas para las cosas importantes. Y muchas veces me han dicho "Eso que nos cuentas Carolina no tiene importancia. No afecta para nada al flujo de los vientos ni al cambio de estaciones, por tanto, no es importante. Puedes llorar o reír pero eso no cambia nada, porque no es importante" Y entonces me vuelvo a casa más tranquila porque ya sé que si mi problema no es tan grande como para afectar a un árbol y a su imparcial opinión es que, en realidad, no es un problema. Otras veces los árboles me han dicho simplemente "Anda, quédate un rato con nosotros, escúchanos hablar y verás como te relajas. Luego podrás volver a casa más tranquila" Y así lo hago. Y en otras ocasiones, muy pocas, me he enfadado con ellos porque no han querido contestar alguna pregunta que les hago. A veces digo "Por qué ahora, por qué las cosas son así y no de otra manera?" Y el árbol menea un poco sus ramas, como si encogiera unos hombros inexistentes y simplemente dice "Porque sí!".
Por eso, cuando necesito sosegar mi mente y hallar respuestas, me dirijo al parque. Camino entre mis queridos árboles, amigos ya, y en voz bajita les pregunto a veces lo que opinan de esto o aquello. En ocasiones me siento a los pies de alguno y apoyando la cabeza en su corteza le dejo leer mis pensamientos. Así es más fácil, así no necesito hablar y así evito las palabras torpes que no son capaces de expresar los sentimientos.
Y de esta manera lo hice ayer. Mis pasos me adentraron en el parque, por encima de las hojas secas, anuncio del otoño y de las ramitas caídas que crujían bajo mis pies. La belleza de la primavera es indiscutible pero en ocasiones la del otoño es todavía más intensa, más perdurable en la memoria. Y ayer el parque lucía en la belleza de su otoño con su hermosa alfombra dorada y los bronces de sus ramas como lo hacen las aves rapaces que, sin tener la belleza de un alado tropical, con su explosión multicolor, exhibe su grandeza y sus castañas y parduzcas líneas que, perfectas, le otorgan su magnifica figura.
Así, de esta manera, lucía el parque cuando yo llegué. Me inundaba entonces una enorme tristeza, desasosegada y angustiosa que se vió enseguida ligeramente aliviada con la visión de la belleza.
Ayer yo estaba triste porque estando rodeada estaba sola.
Y llegué caminando hasta mi puente y allí, apoyada en la barandilla oscura y fría contemplé el plácido lago y cerré los ojos para escuchar lo que el viento me tenía que cantar. Cuando los abrí me sentía más serena, menos angustiada y entonces vi una hoja, dorada y seca que, después de caer del árbol con su ligera cadencia, se apoyaba en las aguas intentando ser pato. A su alrededor los ánades picoteaban entre las aguas y agitaban sus plumajes y la pobre hoja seca se deslizaba entre ellos tratando de mezclarse entre el averío. Pero ellos ni siquiera la miraban. Y yo veía a la pobre hoja que ilusa quería ser un hermoso cisne, o un ganso o un palmípedo cualquiera y me daba ganas de tomarla entre mis manos y besarla para explicarle después que nunca dejaría de ser una hoja seca. Quería decirle a aquella hoja que no importaba lo que ella fuera. Que como hoja seca que era ya era hermosa. Quería decirle que las lineas rojizas, doradas y amarillas que trazaban su superficie eran hermosas, un milagro de la naturaleza. Que su vida había sido honrada y bella, adornando la copa de un hermoso arce y que ahora podía acabar sus días con alegría y con el orgullo de haber sido parte de la estación más bella. Pero comprendí en un instante cuan vano sería mi esfuerzo si intentase borrar sus anhelos a una hoja de otoño. Porque aquella hoja de otoño guardaba en su alma perenne el deseo de ser eterna. Esa hoja de otoño quería ser un hermoso pato y yo quería ser amada por un poeta.
Salí del parque tranquila, respirando la paz que la brisa me traía mientras veía como las hojas jugueteaban entre ellas aprovechando las corrientes. Una de ellas, atrevida, se poso en el cabello de una mujer, adornando su melena. Aquellas hojas risueñas no anhelaban más que juguetear con los vientos de otoño formando remolinos. Y pensé que aquella pobre hoja que ansiaba ser un ave sería menos desgraciada si se conformara con jugar junto a sus compañeras. Menos desgraciada pero quizá no tan hermosa. Y entonces pensé en mi alma que sería menos desdichada no amando al poeta pero menos hermosa por estar vacía. Por eso decidí no expulsar la tristeza de mi alma porque entonces sería como expulsar su alma de poeta, su alma de cometa de la mía. Y yo no quería que mi alma fuera incompleta, que mi alma fuera incompleta.

jueves, 20 de octubre de 2011

Pía

Pía levantó la cabeza cuando aquel gigantón se le puso al lado. Y tuvo que levantarla mucho porque más de dos metros de altura separaban la cabeza del joven del lejano suelo. Pía sabía que mirar así a un desconocido no estaba bien. Lo sabía porque su abuela se lo había dicho millones de veces. Se lo había dicho cada vez que Pía miraba fijamente a cualquier desconocido en cualquier lugar. A Pía le parecía fascinante observar a las personas que iba encontrando por la calle, en el autobús, en la lechería y en el parque. Y le encantaba imaginar sus vidas, sus miserias, sus vicios, sus gustos...Por eso le fastidiaba que estuviera mal mirar así a la gente. Le parecía injusto. Si una persona tenía cuerpo, cara, ojos, pelo...¿por qué no estaba bien mirarle? De todas formas ya no importaba. Había tantas cosas que Pía hacía mal, según los preceptos de su abuela, que mirar a aquel gigantón no creía que fuese a perturbar a su abuela más de lo que ya estaba.
"Pía no mires tanto a la gente", "Pía no hables sola o todo el mundo creerá que estás loca", "Pía no te muerdas los pellejos de los dedos que tendrás las manos feas" "Pía no te rías con esas carcajadas tan fuertes que asustas a todo el mundo", "Pía no camines tan deprisa que no pareces una señorita"... A decir verdad, según su abuela, Pía debía ser un desastre absoluto. La peor nieta del mundo. La menos femenina entre las jóvenes de su edad y claro, la más loca. Pía sabía que esto no solo lo pensaba su abuela. La mayoría de los vecinos del barrio opinaban que Pía era una joven sin futuro, sin planes, inocente y medio alocada. Pero a Pía, en realidad, todo eso le daba igual. Ahora, lo único que le importaba era mirar al gigantón que se acababa de subir al metro y se había situado a su lado, apoyado contra la puerta mientras leía distraído un libro. "Claro" pensó Pía "Debe pesar mucho y por eso se apoya, además, será difícil mantener el equilibrio con toda esa altura". A Pía le entraron ganas de preguntarle al gigantón si no se mareaba de estar tan alto allí arriba. Ella tenía cierta aprensión a la altura, casi vértigo y se dijo a si misma que si alguien tuviese la mala fortuna de nacer con vértigo y con esa altura su vida podría llegar a ser un infierno. Y ¿qué hacer en ese caso? Uno podría pasar casi todo el día acostado, pero la vida entonces sería aburrida, sin apenas poder hacer nada. Poco podría hacerse por alguien tan desgraciado que vería la vida pasar allá abajo sin que nadie contara con él, todo desde aquel altísimo balcón. Eso sería como la vez en la que ella se rompió una pierna y tuvo que ver las fiestas de su pueblo desde el balcón de su tía Lola. Vió a sus primos disfrutando de la fiesta mientras que ella solo miraba. Aquel día se sintió alegre por sus primos pero triste por ella. Y entonces sin quererlo notó como una lágrima le brotaba de repente. La sintió caliente, en su lagrimal, como avisándole de que estaba preparada para lanzarse al exterior y rodar por su mejilla. Pero Pía, reaccionando, no la dejó salir. La contuvo dentro de su ojo, parpadeó y la empujó hacia dentro porque no quería que el gigantón, ni nadie del metro, la vieran llorando por algo que solo estaba imaginando. ¿Qué diría si el gigante le preguntaba por qué lloraba? No podía decirle "Lloró porque te imagino viviendo tu vida desde tu balcón sin estar en la fiesta con tus primos". Probablemente el gigantón o no la entendería o pensaría que estaba loca. Y no le faltaría razón. Casi todo el mundo decía que estaba loca. Su abuela, los vecinos y hasta el dueño de la lechería que le dijo que no razonaba el día que Pía le sugirió que regalara un bote de leche al mes al señor de la barba que dormía en el hueco del garaje de al lado. Pía creyó que al dueño de la lechería le daría igual un bote más o menos de leche al mes y que, a cambió, el señor del garaje estaría mucho más contento y no perdería los pocos dientes que le quedaban gracias al calcio de la leche. Pero el lechero la sacó de su error. Así que, por consenso, estaba bastante claro que Pía "no carburaba bien" como decía el mecánico del garaje en cuyo hueco dormía el señor de la barba. En cualquier caso a Pía le daba igual. No pensaba que estar loca fuera tan malo, al fin y al cabo. Ella se encontraba bien, no tenía dolores, no le molestaba nada y no se sentía triste. En realidad pensaba que había mucha gente del barrio a la que ella conocía y que padecían dolores, reuma o depresión a los que les iría mucho mejor estar locos, a su entender.
Pía dejó estas divagaciones y volvió a observar al gigantón. Lo que más llamaba su atención era la delgadez de aquel hombre, cuyos dedos, al sujetar el libro que leía, parecían las ramas de un árbol antiguo. Pía miró su cabeza. Era afilada y lucía una melena lisa y desgreñada, algo grasienta, que caía lacia y en largos mechones enmarcando su cara, casi ocultándola, de hecho. Pía pensó en las lianas de los árboles que había visto en una foto de una pequeña isla de China. La foto tenía un nombre en un lateral "Gulang Yu". En ella se veía una calle ascendente y en cuyos lados del camino se ergían pequeñas casitas de adobe y ladrillo. Entre ellas unos enormes árboles dejaban caer inmensas lianas que casi tocaban el suelo. Pía no sabía de qué árboles se trataba ni cuántos años debían tener para alcanzar esas dimensiones pero sabía, por las clases de Ciencias Naturales que había dado en la escuela de pequeña, que para que un árbol fuera tan alto debía haber vivido mucho, más de cien años. Y cuando Pía volvió a observar la cara del gigantón pensó que, aunque aquel hombre tenía la cara de un muchacho de apenas 20 años, en realidad debía tener más de cien y que, probablamente, lo ocultaría, porque nadie le creería, nadie, al menos, que no supiera, como ella, que para ser tan alto, hacía falta vivir, como mínimo, cien años.

lunes, 17 de octubre de 2011

GABRIEL

Gabriel Eleuterio Morteno arrastraba sus pies con una cadencia tan hipnotizadora que apenas daba el primer paso para salir de su casa y ya había miradas puestas en él. Don Gabriel, como era llamado por Maria Encarnación, la portera de su edificio, salía en muy pocas ocasiones de su casa pero cuando lo hacía, llevaba consigo un gran abrigo que arrastraba por el suelo. Y es que Don Gabriel caminaba encorvado, formando casi un ángulo recto con el cuerpo, con los brazos lánguidos apuntando al suelo y la cabeza, fatigada, apenas alzada. Y así, con esta postura, se armaba de valor y abría la puerta. Bajaba el primer y único escalón de su portal y se plantaba en la calle. Porque ciertamente Don Gabriel, más que pisar la calle, se plantaba en ella. Era tal la pesadez de su arrastrar, tal la lentitud de sus movimientos que cuando salía a la calle a los vecinos les parecía más ver el momento en el que un enorme y viejo árbol es transplantado y asienta sus enormes raíces que a su anciano convecino saliendo a pasear. De hecho, en ocasiones, alguno hasta olvidaba que aquello no era un árbol, sino un humano.
Don Gabriel iniciaba su paso como un enorme buey que inicia el arrastre. Porque más que un paso aquello era un arrastre. Primero un pie y luego el otro. Zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzas, zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzas...el pie de Don Gabriel apenas se levantaba del suelo cuando cambiaba el peso de su cuerpo del lado contrario para avanzar. Lentamente, pesadamente. Así arrastraba cada uno de sus pies. Y cada paso parecía una eternidad. En realidad no lo parecía, era una eternidad. Había en el barrio niños que crecían más rápido que un paso de Don Gabriel. Había jóvenes cuyo corazón era roto en menos de lo que Don Gabriel daba un paso. Hombres que envejecían y mujeres que se convertían en madre. Dientes que crecían y barcos que cruzaban el mar en el tiempo en el que Don Gabriel acabada de dar un paso. Tan lento era su caminar, tan pesado y tan denso que aquellos que osaban mirarle mientras lo hacía ya no se quitaban de encima el lastre de la tristeza infinita. Porque en el barrio todos sabían que no había que mirar a Don Gregorio cuando caminaba porque entonces te quedabas atrapado en su lento compás y ya nunca el tiempo volvía a ser tiempo para ti. Todos en el barrio sabían que cuando se escuchaba el zzzas-zzzas de Don Gregorio había que apartar la vista, entrar en casa y cerrar las ventanas porque nunca un minuto les había parecido tan valioso como cuando Don Gregorio pasaba cerca y les parecía oír eternamente el infinito arrastre de las suelas desgastadas de aquel anciano que arrastraba con él el agobio de toda una vida.
Cuando Don Gregorio iniciaba uno de sus paseos cualquier cosa podía ocurrir y siempre había algo que cambiaba para siempre. Eso lo sabían todos. Así que nadie se asombró con lo que pasó en los días posteriores.

domingo, 2 de octubre de 2011

El retorcido árbol...

Su mano jugaba con los rizos de su pelo que, juguetón y oscuro, formaba anillos en sus dedos escurriéndose rápidamente como cascadas de ébano hasta volver a enroscarse sobre sí mismas. Le hubiera gustado abarcar con su mano toda aquella oscura melena que ondeaba rebelde y desafiaba la gravedad al levantarse en crestas curvilíneas y serpenteos verticales. Pero su mano era pequeña, pequeña para toda aquella cantidad de cabello, pequeña para aquel cuerpo de piel aceitunada y dura que parecía enternecerse a cada roce con las yemas de sus dedos.
Él leía, recostado contra el viejo y retorcido árbol, absorto y silencioso, casi inmóvil cual estatua. Entre sus manos el viejo libro de Kierkegaard, reblancedido por el uso, crujía a cada cambio de hoja. Era como si el libro se quejase por ser leído una vez más. Sus ojos, marrones y cálidos, acariciaban las lineas como el viento lo hace con las dunas del desierto. Cabalgaba sobre ellas y las saboreaba con tal deleite que ella no se atrevía a interrumpir su abstracción con ningún otro movimiento. Se conformaba con pasar la mano por su pelo una y otra vez.
De pronto sintió un tirón sobre su dedo índice. Pensó que sería un nudo de su cabello y siguió jugueteando con sus rizos. Ahora fue el pulgar el que quedó enganchado en un bucle que no parecía deshacerse. El bucle tiró más pero ella logró sacar el dedo. Por un instante se quedó perpleja. Pero al cabo de un momento volvió a apoyar la mano sobre su cabello. No quería renunciar al placer de su tacto. Esta vez dos dedos se engancharon y un enorme rizo rodeó la muñeca y tiró de ella. Mientras ella trataba de zafarse, asustada por la fuerza del cabello rebelde y rizado que parecía estirarse con formas implosibles, sintió un crujido muy cercano. Finalmente y de un tirón sacó la mano de entre los mechones enfurecidos y está vez no se atrevió a posarla de nuevo.
Durante unos instantes se le quedó mirando. Él seguía leyendo, tan absorto, tan meditabundo, tan feliz, que ni siquiera había sentido el fragor de la batalla que se había librado en su melena.
De pronto ella vió como algo volvía a revolverse en aquella guedeja brillante. Los mechones comenzaron a elevarse como cobras encantadas y, haciendo extraños arabescos, se entrelazaron y crecieron en dirección al retorcido tronco de árbol en el que él reposaba la cabeza. A su vez el tronco comenzó a vibrar y a crujir y el cabello, al acercarse, parecía imantarse con aquella corteza vetusta y centenaria.
La maraña rebelde se unió entonces al tronco exhausto y ella dejó de distinguir dónde empezaba uno y dónde acababa el otro. Él era ahora parte del retorcido árbol. Aunque ella sabía que él siempre lo había sido. Por eso le amaba, porque nunca nadie había sido tan árbol viejo como él. Y ella sabía también que si alguien se unía a un árbol, como él acababa de hacerlo, no continuaria plácido y tranquilo como lo hacía él en ese instante.
Mientras ella le miraba, ya unido al árbol, él levantó la mirada. Sus negras pupilas, hasta ahora posadas sobre las manoseadas páginas, se fijaron en ella. Por un momento sus miradas se cruzaron.
Ella se quedó paralizada. ¿Es que acaso él podía verla? Por un instante le pareció que él trataba de decirle algo con la mirada, con aquel semblante tierno y atezado.
Pero continuó así durante un tiempo. Ella empezó a sospechar que su mirada no se acababa en ella, más bien la traspasaba y continuaba camino más allá de su propia existencia. Él continuaba solo, sin verla, unido al árbol retorcido. Y ella deseó gritarle, decirle que estaba allí, que le mirase. Pero sabía que sería en vano. ¿Acaso quería él salir de su soledad? ¿Acaso se molestaría en tenerla en cuenta como posible compañía?
Quizá nunca lo sabría. Quizá nunca obtendría una respuesta. Ni siquiera era capaz de lograr que él la viera, que él la mirara. Y allí, sentada, junto al árbol retorcido que se unia a su cabello y a su amor, siguió observando el deleite que él ponía cuando volvió a posar los ojos sobre aquellas dunas.

jueves, 29 de septiembre de 2011

ROSAURADORA

Rosauradora Alquízar de Membrates sabía que era hermosa, más incluso que cualquiera de esas cantantes y artistas que a veces veía en los carteles que cubrían las paredes del teatro Carmeledo que había en la plaza principal de Mullieto. Cuando era más pequeña solía pasear por aquella plaza con sus padres y siempre se paraba en el teatro. Mientras sus padres miraban el cartel de actuaciones para decidir a cuáles de ellas asistir y reservarse así las fechas, Rosauradora, plantada como un poste, con la cabeza inclinada hacia atrás para ver las más altas, revisaba y memorizaba en su retina cada una de las fotografías de aquellas bellezas que posaban sobre sillas de cabaret, tocadores llenos de luces, escenarios coloreados y toda suerte de fondos posibles. Observaba sus peinados, maquillajes y vestimentas y deseaba, con todas sus fuerzas ser tan hermosa como ellas. Pese a ser una niña de apenas 6 años Rosauradora era capaz de comprender la belleza y sobre todo de comprender las miradas que provocaba. Con cuatro años fue capaz de distinguir el cambio que se producía en la mirada de su padre cuando pasada de mirar a su madre a mirar a Mirtanela, una voluptuosa clienta de la lechería que regentaba el señor Alquízar. Mirtanela no era lo que se puede llamar hermosa pero Rosauradora adivinó apenas un año después que las tremendas protuberancias que Mirtanela balanceaba al caminar y que apenas cubría con profundos escotes y escurridizos pañuelos eran el centro de atención, no solo de su padre, sino de la mayor parte del barrio.
Poco a poco fue comprendiendo el poder de la belleza. Mientras su madre se marchitaba, esforzándose por llevar la casa adelante y cuidar a su padre y a su hija, el señor Alquízar dejaba escurrir su mirada más y más sobre el escote de Mirtanela. Y Rosauradora empezó a odiarla por eso. A su madre. Con ocho años Rosauradora no quería salir más de la mano de la señora Alquízar y poco a poco se distanció de ella. Su madre era débil, era inferior y no quería marchitarse con ella.
Cada mañana Rosauradora se miraba en el manchado espejo de su habitación. Examinaba minuciosamente cada detalle de su cara. El óvalo más bien redondeado, sus dientes pequeños, sus ojos grandes y azulados y su nariz respingona. Al acabar cada examen torcia el gesto y bajaba de la silla en la que estaba subida de rodillas. Nada de lo que había visto le recordaba a las mujeres de aquellos carteles. A los diez años le pidió a su padre que le dejase ayudarle en las tareas de la lechería. Sabía que si un día quería ser tan bella como aquellas mujeres necesitaría artilugios para ornar de bucles sus cabellos, barras de labios y hermosos vestidos. Así que le dijo a su padre que le haría las tareas más sencillas pero las más aburridas para él por una módica cantidad. Al principio su padre se mostró reticente pero cuando comprendió que la ayuda de la pequeña Rosauradora de libraría, por algunas horas al día, de la compañía de su madre, cosa que le daría más libertad para posar sus miradas allá donde quisiera, aceptó de buen grado y Rosauradora comenzó pronto a trazar el camino que le marcaban sus propósitos.
Durante algunos años Rosauradora trabajó como una hormiga en la lechería. Al mismo tiempo estudiaba el grado básico para no quedarse retrasada como los niños analfabetos del barrio de Echenía. Sabía también que, para ser hermosa, adornar con buenos gestos y palabras era fundamental. De ese modo transcurría su vida. En su tiempo libre tomaba prestadas las revistas de la lechería en las que se hablaba de moda, chismes y secretos de belleza. Su madre decía que eran tonterías pero Rosauradora sabía que ella nunca había leído ni uno de esos consejos, sino, no estaría tan vieja y tan cansada.
Un día Rosauradora descubrió que sus piernas se estaban redondeando demasiado y decidió que debía cuidar más lo que comía. Empezó también a frotar su piel cada día con aceite de almendras y a cepillar su pelo con esmero y dedicación.
Poco a poco la imagen que el espejo devolvía a Rosauradora fue cambiando. El óvalo de su cara se fue haciendo más marcado, sus labios se hicieron más rosados y esponjosos y sus ojos se almendraron mientras sus pestañas se alargaban. Pero lo que más complació a la joven fue cuando sus pechos comenzaron a crecer. Poco a poco sus formas se redondearon y donde antes había habido una niña flacucha de coletas rojas ahora aparecía una esbelta joven de piel de pétalo de rosa, labios jugosos y cabellos dorados.
Rosauradora sabía que era bella y eso la hacía feliz.
Y lejos de sentir que había llegado a la meta se sintió espoleada por la ambición. La gente del barrio empezó a percatarse de lo que ya era una evidencia. La joven era cada día más hermosa. En ocasiones el señor Alquízar sorprendia a algunos de sus convecinos, antes nunca partidarios de hacer la compra con sus esposas, espiando a la joven entre las latas de lentejas y los cereales. Y lejos de ruborizarse Rosauradora, al percatarse de tales deslices, se sentía más y más satisfecha.
Los días pasaban y ya no se sentía bien con ser la más bella de su barrio. Ella quería más. La admiración de sus vecinos no era suficiente así que un día anunció a su padre que iba a mudarse de casa y que había encontrado un nuevo trabajo.
Rosauradora empezó como secretaria del interventor del Banco Luguano de ahorros industriales y tardó muy poco en tener a su jefe en la palma de la mano. Cuando Rosauradora comprendió que en el Banco y en su nuevo barrio no solo acaparaba las miradas, sino los deseos, sus planes y sus ambiciones empezaron a crecer. Y haciendo crecer sus sueños hacía crecer sus ahorros. Ya no necesitaba comprar casi nada. Había aprendido a desear y a que cada deseo se hiciera realidad por medio de cualquiera de los que le rodeaban. Su jefe le había aumentado la paga dos veces en el último mes y su apartamento, en un pequeño ático cerca del puerto, había sido un regalo de un viejo inversor que decidió cambiar su testamento en el último momento. Zapatos, bolsos, ropa...cada semana algún regalo la sorprendia a la puerta de su casa y Rosauradora empezó a sentirse feliz. Y en esas estaba la mañana que entró en la relojería de Braulio III para comprarse, por primera vez y por ella misma, un capricho que no había solicitado a nadie. Un reloj de pulsera del que se había encaprichado al verlo en la vitrina.




domingo, 25 de septiembre de 2011

DIEGO ALCAINE Y...EXTRAVÍOS


Hoy voy a dejar descansar un poco a Braulio para presentaros a Diego. Diego es un personaje, pero no uno de mi imaginación, sino uno de la suya propia. Diego es un salvadoreño, compañero y espero amigo y me he alegrado de descubrir en él a uno de los nuestros, uno de los que sueñan con la pluma en la mano, o con el lápiz, el bolígrafo o el teclado. Porque ahora ya no se sueña solo en viejos cartapacios, cuadernos reblandecidos por el tiempo y papeles amarillos. Ahora se sueña también en chasqueantes teclados y pantallas luminosas. He tenido la suerte de que "prestase" uno de sus textos y, ni corta ni perezosa, se lo "afané" para publicarlo en mi blog y poderlo compartir. Creo, no, estoy segura de que os va a llegar como a mi me ha llegado. Sus extravios son, al fin y al cabo, nuestros extravíos...



Extravíos


Si un libro resuena en tu interior, lo mejor siempre es buscarlo. Tomé mi abrigo, mi sombrero y me lancé a la ciudad. A pesar del clima aún frío, del paisaje debatiéndose en cobrar vida o no, de las calles llenas de nieve sucia y de charcos; a pesar de la palidez de las personas, del dolor y lo violáceo de mis uñas, de mis piernas entumecidas; a pesar de todo eso, yo estaba feliz de salir a caminar.

Me dirigí a una librería de las que menos me habían decepcionado en esa ciudad. Todas casi siempre lo hacen: el mercado rige los estantes y el mercado lee todo aquello que no leo.

Salí triste de ahí pues no tenían los Granos de Polen de Novalis. Como el clima estaba mejor que el de los meses pasados, creí conveniente seguir mi camino. Siempre me encantaron las caminatas de ciudad; eran una buena oportunidad para encontrar o extraviar cualquier cosa; tristezas, más que nada. Además, la desorientación en una ciudad provoca el estado de ánimo propicio para engendrar las más extraordinarias ideas.


Tomé la rue Berri y caminé sin motivos ni voluntad. La inercia de los pasos me conducía a cualquier parte. Me dolieron las rodillas un poco al comenzar. El dolor se fue olvidando de mí mientras mis pasos se acaloraban. Caminaba y caminaba, cruzando a la voluntad de semáforos, al vaivén de transeúntes, al mandato de ventanas o fachadas que dirigían mis miradas y pasos.

Atravesé el norte de la ciudad, esa zona afamada donde habitan muchos artistas. La mayoría de calles, y en especial las más hermosas, estaban vacías. Los artistas de estos tiempos no saben a lo que van ni saben adónde ir. Hemos pasado de largo aquella época donde el arte nos hablaba de lo bello y de lo verdadero solamente, de lo bello y verdadero en todo, incluso en las calles más vacías.

Veía a todos los artistas a través de las ventanas de sus studios, con sus cigarrillos, todos viendo viejos filmes y riendo, todos cubriendo sus lienzos con garabatos y con las confusiones de su generación, todos pensando en los retratos y versos que debían vender o comprar. Eran pocos los que viendo a través de sus ventanas sabían aún reconocer a la belleza, esa transeúnte mágica e inesperada, esos ojos incógnitos que nos inflaman el alma al ver directamente en los nuestros.     

Una brisa comenzaba a soplar en contra de mí. Iba disfrutando del romance entre ventiscas y árboles aletargados; me imaginaba esa sensación que ambos sentían al tocarse. Iba tan encantado de ese rebelde elemento que ni siquiera noté cuando se hizo de manos, tomó mi sombrero, se lo puso sobre sus invisibles cabellos y corrió como un ladrón.   

Unas cuadras después me di cuenta que iba sin sombrero. No le tenía mucho apego pero sabía que tendría que darle explicaciones a mi madre. Ella me lo había regalado para comenzar el nuevo año. Quería que lo iniciara con una cabeza bien ubicada. Ella siempre me enfatizaba mi falta de atención a la hora de lidiar con mis ideas. Me decía que debía sujetarlas mejor, tenerles más cariño. Me decía que ellas podían ser muy importantes y que yo, por irresponsable, siempre las dejaba marchar.

No sé quién le había dicho que los sombreros sirven para retener ideas. Cuando me explicó esa funcionalidad, me lo puse de inmediato. No me lo quitaba ni para dormir. Mi madre, una de esas noches, le contó a mi hermano que los sombreros no retenían sueños. No me lo dijeron los muy malvados. Por una semana entera, rieron de mí cada vez que iba a la cama.  

Me di cuenta de la desaparición de mi sombrero cuando intenté mostrar cortesía a una anciana que salía de una tienda, con una niña de la mano y con un cesto lleno de compras en la otra. Mi sorpresa fue mayor cuando noté que mi cabello también había desaparecido. El viento, que había ganado un poco más de bravura, quizás me lo había arrancado. No sentí dolor ni tirón alguno. No sé qué le pudo haber pasado. Durante las siguientes cuadras intenté pensar qué había sido de él y en cómo recuperarlo. Las ideas brotaban de mí, de ciento en ciento, como una fuente. Tenía que encontrar la mejor entre ellas para poder recuperar mi cabello y mi sombrero. El problema es que, ya sin sombrero, las ideas nacían y salían como aves, agitaban sus alas y se alejaban con rapidez. Algunas construían nidos en los árboles cercanos. Algunas eran pequeñas como colibríes. Otras dejaban de volar y se tornaban en  esas flores que se ausentan durante el invierno. Un árbol incluso se pobló con mis ideas. Cualquiera hubiera creído que la primavera nacía de mi cabeza.

Me empecé a desesperar; sin ideas de cómo dirigir mi búsqueda no sería posible encontrar mis extravíos. Además, todavía no sabía qué excusa dar a mi madre sobre el sombrero y  menos sobre mis cabellos.

De tanto en tanto, llevaba mis manos sobre mi cabeza. Tal vez mi súbita calvicie había sido una mala impresión. Tal vez solo era parte de mi frustración por la pérdida del sombrero. Tal vez alguien lo había tomado todo por error, sigilosamente, y tal vez ese alguien ya me había devuelto todo de la misma manera. Nada aparecía. Mi corazón se empezaba a agitar: pocas veces un corazón está listo para enfrentarse a situaciones así de inexplicables.

El frenesí en mi pecho ganó intensidad cuando, al llevarme las manos hacia la cabeza, me di cuenta que ya no la encontraba. Ya no tenía ni sombrero, ni cabellos, ni cabeza. Intenté llevarme las manos al rostro, para cubrirlo, para que los demás no vieran mi aflicción y mi llanto. Y nada, ya no tenía manos ni llanto. Mi corazón estaba incontenible. Duele mucho cuando los pálpitos abruptos de un corazón que desespera no pueden transformarse en lágrimas.

Intenté buscar mi reflejo en los ventanales de unas tiendas que pasaron a mi lado. No había reflejo alguno. Por un momento creí que era la luz del atardecer la que impedía todo reflejo. Solo mío era el único ausente. Intenté buscar la puesta de sol mas no encontré mi vista. Ya no tenía. No tenía sombrero, ni cabellos, ni cabeza, ni manos, ni llantos, ni reflejo, ni ojos, ni vista.

Lo único que podía hacer era escuchar cómo la gente pasaba a mi lado. Muchos iban tan absortos en sus conversaciones sobre política, telenovelas, sobre trabajos, sobre cuentas bancarias y avaricias, sobre lo agradable que era hoy el clima. Algunos iban riendo. Otros no sabría decir si reían o lloraban. Como siempre, nadie me notaba. Qué triste, ni siquiera ahora me notaban, ni siquiera en mi especial circunstancia de ser un señor sin sombrero, sin cabellos y sin todo lo demás.

De pronto, escuché las risas de niños, las escuchaba intensas a la lejanía, intensas y libres. Oír de niños era suficiente para alegrarme antaño, incluso en los días más crueles del invierno que recién pasaba. Escuchaba mis pasos acercarse cada vez más hacia la algarabía de los niños. Cuando llegué a escucharlos lo más cerca que pude, sentí como sus vocecitas callaron, como sus risitas se hicieron llantos que desaparecían a lo lejos y como mis pasos corrían tras ellos y se llevaban mis pies.

Los pálpitos angustiados de mi corazón sonaban con más fuerza y más fuerza. Pude escuchar el pavor de los niños. Pude escuchar como los columpios rechinaban, como se dejaban de mecer en el olvido. Sentí el silencio sepulcral que se hizo presente. En ese momento, ante ese silencio, me hubiera gustado poder gritar al cielo y pedirle una explicación. Lo intenté. Sentí esa corriente del grito que nace en el corazón y, luego, nada: ni mi grito, ni mis potentes y agitados latidos. Me quedó solamente el dolor de un corazón sin expresarse.

Sentí un golpe cuando mi corazón sordomudo cayó por los suelos. Lo empecé a sentir humedecido por la nieve sucia que se derretía y formaba un charco a su redor. Con el paso de los días, creo que el charco se evaporó o, al menos,  lo dejé también de sentir. Y así fue como dejé de tener corazón, pues un corazón que ya no siente ni los charcos en que se hunde deja de serlo.

Lo curioso es que a pesar de todas mis pérdidas, algo más pude sentir… — ¿Qué será?— dirás tú, todo extrañado — ¿Sentir algo todavía? — Sí, todo aquello, tan nuestro, que ni la muerte extravía.
BRAULIO III
Braulio III no sabía cuánto tiempo llevaba coleccionando minutos. Lo hacía desde que tenía memoria, o eso creía. Los archivaba cuidadosamente en sus libros de contabilidad de la relojeria para repasarlos cada noche, como el contable revisa sus cuentas. En realidad no sabía hacer otra cosa que sumar esos minutos. Hubo un tiempo en el que se dedicó a regalarlos. Cada vez que un nuevo cliente llegaba a su relojería Braulio III añadía un minuto al reloj de pulsera, despertador o reloj de pared que el cliente adquiría. De esta forma se sentía feliz y compartía su pasión con los demás. Los clientes, al salir, no sabían que, con su reloj, habían adquirido también un tiempo extra. A la mayoría luego no les extrañaba que a partir de ese momento nunca más llegaran tarde, nunca perdieran el autobús, les diera tiempo a terminar el trabajo que debían presentar, tuviesen tiempo de despedirse de sus parientes cuando morían y estuviesen presentes en el parto de sus hijos, sobrinos y nietos. Alguna vez, alguna madre, marido o pariente había dicho a la persona en concreto "hay que ver qué falta te hacía ese reloj, porque desde que lo compraste nunca más has vuelto a llegar tarde a ningún sitio". Pero en realidad no había sido el reloj. Había sido el tiempo que Braulio III había añadido de forma altruista a esos relojes.
Pero un día las cosas cambiaron. En aquella época Braulio III era un joven apuesto y atractivo. Alto y espigado como su abuelo Braulio, había heredado los ojos claros de su madre y el carácter taciturno de su padre pero tenía algo en su espíritu que realmente no pasaba desapercibido entre la gente. Un día ella entró a la tienda. Se llamaba Rosauradora y era realmente hermosa. Sus cabellos ondulados y dorados se desparramaban por su espalda como una cascada de oro líquido. Su piel era clara y luminosa como la de un amanecer frío y sus ojos, tan azules y tan claros que casi parecían transparentes, eran hipnotizadores. Rosauradora tenía los labios esponjosos y rosados y sus dientes eran como perlas perfectas. Ni siquiera había abierto la boca cuando Braulio III había caído profundamente enamorado de ella.
Rosauradora quería un reloj de pulsera, uno pequeño y con correa rosada. La esfera era refinada, dorada como su pelo y los números, en color negro, eran pequeños y estilizados. Braulio III le regaló el reloj y puso en él varios minutos extra.
Rosauradora se marchó feliz por el regalo pero sin darse cuenta del tiempo que acababa de regalarle aquel joven tan extraño....


miércoles, 21 de septiembre de 2011

EL BAUTIZO
"He dado mil pasos y he recorrido mil calles y por cada paso y por cada calle, he vivido una vida distinta". Las tapas del viejo cuarderno se balanceaban en dulce compás con cada golpe de la suave brisa que agitaba las hojas secas del callejón. Un perro callejero, de color canela y ojos negros se acercó a olisquearlo. El viento abrió de pronto las tapas del cuarderno, sobresaltando al perro que desapareció a toda prisa. Y así quedó tendido el viejo cartapacio, exhausto por el peso de los años, por el lastre de los secretos. El perro regresó. Miró el cuaderno ahora abierto y se sentó enfrente. Ladeó la cabeza. La volvió a inclinar del otro lado. Se incorporó, se volvió a sentar. Estaba nervioso. Había detectado el alma de Braulio.

Hoy en "Callejones, café y cuadernos" quiero marcar un comienzo. El de esta humilde andadura que inicio llena de amor por la escritura, por las letras y por los viejos cuardenos que algunos gustamos de llevar siempre encima por si encontramos un entrañable café en el que sentarnos a escribir garabatos, sueños y poemas sin rima.
Para mi hablar de escritura es hablar también de escritores. Pero no de los famosos, no, al menos, solo de ellos. Los escritores que me acompañarán en esta cruzada serán los anónimos (y no por ello menos meritorios) y no los que se escriben con pomposas letras satinadas en los lomos de algunos libros que decoran las vitrinas de los centros comerciales. Habrá cabida también a aquellos que apenas llenan viejas estanterías de librerias con alma, de librerias con polvo, porque, sin duda, una libreria con polvo, tiene también alma.
A todos los que quieran compartir sus letras invito a este pequeño callejón que ahora es nuestra casa. Nuestro rincón. A todos los que quieran leer y ser leídos.
Y hoy por ser el primero, o el segundo, o el tercero, invito, con sumo respeto al que, medio en broma, medio enserio, pero muy orgullosa, llamo el "padrino" del callejón. Puede que lo conozcais o puede que no, puede que os guste y puede que no, pero desde luego no deja indiferente. Es Raúl, es mi Raúl. Uno de mis escritores favoritos. Y amigo, claro. Aunque una cosa no lleva a la otra. No.
Hoy quiero que Peter y Braulio se encuentren juntos en este callejón. Aunque en historias paralelas. Quizá algún día, quién sabe, Peter y Braulio se conozcan. Ya veremos. Pero hoy, este blog que nace, da la bienvenida a la resurrección de Peter Lubosky.
Disfrutadlo como ya lo he hecho yo...



"Antes de que llegue el sueño.



No estoy muerto, estoy en la cama, en mi cama del cielo, termino de hablar con un anciano que se llama Dios, pero que no es Dios. Me ha explicado en que consiste el más allá y el más acá, me he tumbado en una cama, para poder descansar, eternamente, para dejar mi consciencia y mi inconsciencia libres de mi cuerpo, de mi cárcel física y mental.



Estoy en su cama. Es una cama cómoda, de suaves sábanas de algodón blanco, sábanas que huelen a flores, la memoria olfativa golpea mis recuerdos, y estos salpican mi mente, con imágenes mías, de pequeño, jugando mientras mi madre tendía las sábanas, jazmín, madreselva, tomillo, orégano, romero, pino, lavanda…



Dios me ha explicado que me iré durmiendo poco a poco, primero, mi cuerpo, el continente, y después mi mente, el contenido, sin embargo, lo que no sabe Dios, es que estos últimos años he sufrido de insomnio, y tumbarme en una cama no es sinónimo de dormir, al menos por mi parte, al menos por mis partes… me refiero a mente y cuerpo, eh… que quede claro.



Así que me encuentro tumbado en la cama de un Dios, pero sin él, solo, siempre solo, cual lobo estepario que pulula por Siberia, hace frío, estoy solo, es difícil encontrar alimento, es difícil sobrevivir, pero soy un lobo viejo, herido y sabio, y sé perfectamente como salir de ésta. Para mí es muy sencillo, tengo un plan, no dormirme, si no duermo mi cuerpo no morirá y yo podré seguir pensando, ese es mi poder, mi súper poder. Pensar, y eso Dios no ha sabido medirlo como es adecuado. Creo que aún puedo volver.



Me tumbo en la cama, siento las suaves sábanas, me concentro, me imagino a mí mismo dentro de una ambulancia, llevan mi cuerpo al hospital y de ahí, al tanatorio, estoy tumbado en una camilla, no voy dentro de una bolsa, ¿por qué? Todo a su debido tiempo.



Lo más importante, he vuelto, voy a volver, cual Jesucristo he resucitado, ¿eso es verdad?



Silencio. Esto empieza ya.



Vemos una ambulancia, va con las luces apagadas, no corre, se desliza por la noche, vemos a su conductor, un gordo seboso, y a su acompañante un médico, delgado, podrían ser el gordo y el flaco, podrían ser tantas cosas, pero en este caso, sólo son dos personajes secundarios. En la parte trasera vemos a Peter, o sea, me vemos a mí, estoy tumbado sobre una camilla, muerto, voy sin bolsa negra que me tape, estoy muerto, hace un rato me salí de la carretera y me morí, fui a ver a Dios y ahora he vuelto, creo, quiero volver, ¿cómo se hace? ¿cómo me meto dentro? Lo veo todo desde fuera, acaricio mi piel, está fría, acaricio mi pelo, me gusta, ¿me estaré convirtiendo en gay? En todo caso en un onanista, porque lo que me gusta es haber vuelto, y ver que mi cuerpo, que mi recipiente aún es reutilizable, ¿cómo lo hago? Escucho a los que van delante.



_ Vaya mierda_ dice el conductor.

_ ¿Perdón?_ contesta el médico acompañante.

_ Es increíble.

_ No pasa nada_ contesta de forma complaciente el matasanos delgado.

_ Me da miedo llevarlo si bolsa, al cadáver. No sé.

_ ¿Tienes miedo?

_ Tal vez_ miente el conductor.



Me gustaría meterle un dedo en el ojo, ¿eso lo puede hacer un espíritu? lo intento, pero el gordo no nota nada.



_ Está muerto, no pasa nada_ sentencia el matasanos.



Pues que sepas que voy a volver y te vas cagar, y os vais a cagar, ¿por donde entro, por el ojete?



_ Es culpa mía_ Dice el gordo.

_ No pasa nada_ contesta el flaco.



Es la conversación más aburrida que he escuchado en mi vida, para volver a morirme, pero no, estoy vivo. Me acerco a mi cuerpo.



_ Tenía que comprobar y rellenar el cajón de las bolsas negras, se me ha ido la cabeza_ dice el gordo.

_En el fondo da lo mismo, ¿no? Seguiría muerto igualmente, ¿no?

_ Sí, supongo_ contesta el gordo.



Estoy muerto ¡qué asco!, pero he escapado del cielo, y estoy en la ambulancia, soy energía, soy la chispa, soy el meollo, soy la cosa, el fantasma, la luz, la mancha oscura, el brillo del ojo, soy Jack que baja por la estaca, soy el moribundo que vuelve a la vida, soy un Dios, mi propio Dios y voy a cerrar los ojos y voy a estar dentro, ¿porqué? ¿y por qué no? He vuelto, y si he vuelto es porque debe ser así.



_ ¿A  qué hora terminas?_ pregunta el médico.

_ A las doce_ contesta el gordo.

_ ¿Vas a salir esta noche?

_ Por supuesto, he quedado con unas mujeres increíbles_ dice el gordo.



“¿Y cómo lo haces?” pienso para mis adentros, “eres un seboso, sin gracia y aceitoso gordo conductor de ambulancias de pacientes muertos, ¿cómo lo haces para quedar con mujeres increíbles? ¿les pagas?”



Vemos la ambulancia desde fuera, da un enorme frenazo, para en 20 metros, vemos al conductor y al médico.



_ ¿Quién ha dicho eso?_ pregunta el conductor gordito.

_ Eh…_ no sabe que contestar el medico flaquito.

_ He sido yo_  contesto.



Y me incorporo de la camilla, me he metido dentro, he vuelto, he resucitado, Lázaro, levántate y anda, y corre, y vive, y ama…



He resucitado, estaba en el más allá y he vuelto. Mi nombre es Peter Lubosky, escritor, guionista, amante, personaje del mundo, de mi mundo. Y he vuelto. Está bien volver."

Por Raúl Artacho.






martes, 20 de septiembre de 2011

EL COLECCIONISTA DE CALLEJONES
Braulio llevaba sombrero, gabardina y zapatos viejos. Siempre que salía a pensar, a caminar para aclarar su mente, le gustaba calzar los mismos zapatos viejos, el mismo sombrero enmohecido que solo sacaba de su armario para la ocasión y la gabardina vieja de su abuelo Adolfo. Le gustaba recorrer las calles, primero las conocidas, hasta tomar, en un momento dado, un nuevo desvio, una pequeña bifurcación. Por mucho que recorriese su ciudad siempre encontraba algún rincón inesperado, algún callejón perdido. Y eso es lo que buscaba, precisamente. Braulio sabía que los callejones se pierden cuando las gentes dejan de buscarlos. Él se dedicaba a recogerlos, a recopilarlos para luego archivarlos y mantenerlos vivos. De esa forma obtenía la paz interna que necesitaba. Cuando el agujero de su alma se enturbiaba, solo salir a caminar y recoger callejones perdidos, como las viejas que recogen gatos, le animaba. Los acariciaba, los alimentaba, les decía palabras cariñosas y así los callejones se mantenían vivos y no se fundían en el olvido para siempre. Braulio además llevaba consigo un cuardeno. Era un cuaderno viejo, verde, de tapas arrugadas y vencidas por el uso y páginas amarillentas. En él Braulio catalogaba cuidadosamente sus callejones. Escribía sus olvidados nombres, a veces incluso después de buscar durante horas alguna placa oxidada y polvorienta que se veía obligado a limpiar para poder leer. En otras ocasiones simplemente bautizaba esos callejones. Callejón de las hojas secas, callejón de los charcos negros, callejón medio triste y medio alegre, callejón más viejo del mundo...A veces sus jornadas duraban horas, incluso días. Braulio regresaba a casa fatigado, con los cabellos revueltos y el pellejo seco, adherido a los huesos, pero feliz porque había recogido nuevos callejones. Siempre que llegaba a casa de nuevo le gustaba servirse un café. Un café negro que le recordaba el color de su alma y que bebía a largos sorbos mientras cerraba los ojos y pensaba en su interminable lista de callejones. Todos eran suyos, todos seguían vivos.
El último día que Braulio salió caminó con paso firme durante varios kilómetros. Sabía que no había nuevas bifurcaciones por la zona así que apenas dirigía su vista a todo lo que le rodeaba. Ni la gente, ni los coches, ni las tiendas. Nada llamaba su atención. Es más, le disgustaba. Ansiaba encontrar un nuevo hueco por el que escurrir su reseca figura y encontrar otro nuevo tesoro. Esta vez la espera se hizo larga. Después de 3 días y 2 horas Braulio vió un giro que nunca antes había tomado. Fue hacia la derecha. Continuó recto un tramo y entonces lo vió. Delante de él había el cruce de calles más grande que nunca había visto. Decenas de callejas se expandían desde el mismo punto bifurcándose rápidamente en otras decenas y otras tantas. Braulio intentó multiplicar en su cabeza. Eso eran centenares de calles inexploradas. Se acercó a la primera calle y miró más allá de su primer cruce. De nuevo bifurcaciones y cruces y más callejas. Aquello era como poner un espejo frente a otro. Nunca se acababa. Y comprendió que necesitaría semanas, meses, años para completar aquello, para catalogar los miles y miles de callejones que encontraría a su paso. Dudó un instante antes de entrar en la primera calle. Y entonces sintió el olor. Era intenso, amargo y cálido. Braulio siguió el olor y llegó a un callejón. Uno que nunca antes había visto. Y allí, como flotando en medio de la nada, un pequeño café, con mesas viejas de madera, linóleo verde en el suelo y cuadros polvorientos en las paredes le ofrecía cobijo con su puerta abierta. Braulio no lo dudó un instante y se encaminó hacia él con el semblante iluminado.

Dicen algunos que Braulio sigue rondando por los callejones, cataloga y cataloga sin parar para evitar que esos callejones se fundan en la nada. Nadie le ha vuelto a ver pero hay quien asegura que su olor a café, sombreros enmohecidos y cuardernos viejos se puede sentir en algunos callejones cuando el viento está a favor.
El hermano de mi abuelo se preguntaba también por qué los callejones, el café y los cuadernos viejos inspiran a tantos escritores. Quizá sea el espíritu de Braulio que removiendo memorias nos trae el ansia de esquivar el olvido porque, al fin y al cabo, no es eso la escritura?